miércoles, 4 de diciembre de 2013

ENTREVISTA CON NICHOLAS DAMES

Una historia del capítulo. Muy interesante.

ENTREVISTA CON NICHOLAS DAMES

ANDRÉS LOMEÑA: ¿Cuál era su propósito en The physiology of the novel?
NICHOLAS DAMES: The Physiology of the Novel empezó con un impulso francamente historicista: entender el lenguaje que los propios victorianos usaban en sus evaluaciones sobre la ficción. Mi sospecha era que “nosotros” (me refiero a los académicos del periodo victoriano) habíamos prestado demasiada atención a las categorías “morales” a través de las cuales vieron la ficción, y una atención insuficiente a los mecanismos de la ficción tal y como ellos la entendían, lo que complicó considerablemente sus posiciones morales explícitas. No pretendía reconstruir la forma en que se leían las novelas en el siglo XIX. En eso estoy de acuerdo con Roger Chartier: tenemos que presuponer la libertad de las prácticas de lectura individuales y asumir que todo lo que podemos saber son fuerzas culturales mayores, presuposiciones y estereotipos. Creo que hay una dulce melancolía en la historia de la lectura y lo que uno realmente quiere saber: qué ocurrió en el más insignificante de los niveles, cuando los individuos de épocas pasadas se enfrentaban a la página. Eso es básicamente inaccesible, pero podemos saber qué decían de la lectura o qué teorizaban. Mi argumento sobre la cultura victoriana era que ellos desarrollaron una especie de teoría de los medios a través de la psicología fisiológica de la ficción.
Dicho esto, cuando lo escribí fui consciente de un propósito soterrado: pensar críticamente, o sea históricamente, sobre el argumento popular contemporáneo que dice que la lectura de la novela desarrolla hábitos cognitivos valiosos, desde la atención rigurosa a los hábitos de la síntesis cognitiva, incluso la empatía. Ésta es una tesis que se encuentra con frecuencia en el periodismo cultural contemporáneo; uno puede hallar esa idea en las obras de Martha Nussbaum, pero también en un género apocalíptico cada vez más popular sobre los nuevos medios (aquí estoy pensando en Sven Birkets, entre otros). Soy condescendiente con esa tesis porque tengo razones para ello: ayuda a explicar por qué alguien querría continuar estudiando la novela clásica. Soy reacio a marginar todo lo que está detrás de lo que yo hago. Es visceral: nunca me ha parecido bien. Además, es una tesis históricamente poco informada e irónica porque las muchas cosas que las novelas se supone que hacen son las mismas cosas que antes la novela aniquilaba. La gente de la época victoriana no pensaba la lectura de novelas como el acto de inculcar hábitos cognitivos que ahora asumimos que llegan con la lectura de esas mismas novelas; ellos veían un proceso mucho más fragmentado y discontinuo. Para evitar la mala conciencia, necesité mostrar cómo esta doxa contemporánea nos enfrenta a la cultura que produjo los objetos que ahora veneramos. Soy parte de una generación académica que tiende hacia el escepticismo sobre esa doxa.
Esto difiere de sostener que las novelas (leerlas, estudiar su lugar en nuestro currículo y vida cultural) no tienen valor. No obstante, las bondades que ahora circulan por ahí no ayudan; aplanan y hacen más ordinaria (y más aburrida) la extrañeza y el poder de la forma. Tampoco creo que ayude sacar a la novela de su cultura circundante, convirtiéndola en una refugiada de las fuerzas culturales. Necesitamos pensar en cómo participan en esa cultura, en cómo reflejan y ejecutan los distintos ritmos y armonías de la vida.

A.L.: Está escribiendo un libro sobre la historia del capítulo. Nunca he leído nada semejante, excepto un capítulo que versa sobre los capítulos en El arte de la ficción de David Lodge. Él sugirió que la mayoría de las novelas del XIX se publicaban en tres volúmenes para facilitar los préstamos de una misma novela en las bibliotecas. Parece ser que Walter Scott fue el primero en escribir citas y epígrafes en un capítulo. ¿Qué puedes anticiparnos de su ambicioso proyecto?
N.D.: Afortunadamente, ha habido poco trabajo que desemboque en el capítulo y su historia, al menos entre los teóricos de la literatura. Lo encuentro curioso y en cierto modo sintomático del estado de la academia respecto a la ficción en prosa. A diferencia de otros géneros mayores, como por ejemplo la poesía lírica (que tiene un vocabulario formal trabajado, compartido por los poetas y por los académicos: piensa en la métrica, etc), los especialistas de la novela tienen que reinventar cada generación un conjunto de términos para describir las características formales de las obras. La historia de lo que llamamos “la teoría de la novela” está contaminada por falsos comienzos y por terminologías abandonadas de académicos previos. Entretanto, las partes obvias de la ficción (como el capítulo) se ignoran. Es como si existiera un gran pudor: vergüenza sobre la génesis mixta y la impureza de las formas novelescas. Digo esto porque el “capítulo” no es nativo a la novela. Es una importación de otros géneros mucho más antiguos, particularmente las historias narrativas y el antiguo compendia. De hecho, hay bastante trabajo sobre la historia del capítulo, pero se centra en los textos lejanos a la novela, como el origen y la historia de los capítulos bíblicos, o la forma de capitular de las antiguas historias desde Tito Livio a Eusebio; los hermeneutas de la Biblia, los paleógrafos y los historiadores de las culturas textuales pre-Gutenberg tienen mucho que enseñar a los académicos de la novela sobre lo que es un capítulo. He estado inmerso en la obra de Henri-Jean Martin sobre el principio de la impresión en Francia, por ejemplo, y en la obra de Paul Saenger sobre los cambios del siglo XIII en los capítulos bíblicos. Algo que espero conseguir con mi proyecto es conectar la novela a una historia mucho más antigua sobre cómo se segmentaban los textos, y de este modo podré comprender mejor algunas de sus consecuencias, como los métodos de segmentación que predominan en la ficción moderna. Creo que la novela es la forma en la cual el capítulo cambia de un método editorial a una forma significativa (algo que equivale a una ontología), pero no se puede hacer esa afirmación sin una investigación cuidadosa de lo que supuso el capítulo antes de la novela.
El resultado es una larga historia que cubre casi dos milenios. A veces es difícil de asumir (parece una locura el mero hecho de intentarlo), pero el proyecto lo exige. Es una historia lenta que tiene muy pocos momentos que se puedan identificar como decisivos. Los epígrafes de Scott son, quizás, uno de esos momentos; otro es la división de la Biblia en sus capítulos actuales a principios del siglo XIII, lo que tuvo importantes consecuencias en el modo en que Occidente piensa sobre la naturaleza del capítulo. Sin embargo, hay grandes porciones de tiempo donde el capítulo se da más o menos por sentado porque es una forma estable.
La escritura de mi libro tardará un tiempo. Me ha llevado a áreas históricas muy lejanas a mi campo original de competencia. He tenido que aprender desde abajo, por decirlo así. Y he tenido la mala suerte de ser jefe de departamento durante los últimos tres años, lo que significa que he pospuesto el trabajo. Mi esperanza es que el libro esté listo en 2015.

A.L.: ¿Qué expectativas tiene con el libro? Déjeme que le haga una recomendación algo frívola: regálele un ejemplar de su futuro libro a Anthony Grafton, autor de una curiosa historia de las notas al pie.
N.D.: Por encima de todo, mi motivación es producir una versión de la historia de la forma literaria en la longue durée, lo que Wai Chee Dimock ha llamado recientemente el “tiempo profundo”. Estoy cada vez más convencido de que los aspectos más interesantes de la vida de la literatura sobrepasan las fronteras de nuestros periodos académicos específicos. La fuerza gravitacional de la disciplina, al menos desde las dos o tres últimas décadas, tiende hacia la microhistoria: estudios muy particulares de contextos históricamente precisos. Mi interés comprende parámetros temporales muy distintos. Es un marco que tiende a reducir el impacto de los acontecimientos particulares y de los individuos; Braudel ha sido una inspiración muy importante para mí. Otra inspiración para mí, al menos metodológicamente, ha sido la historia de la ciencia, al menos la rama que presta menos atención a los individuos y más al sustrato tecnológico e institucional que hace la ciencia posible (menos atención a las “grandes ideas” y más, por ejemplo, a cómo la tecnología del cristal se desarrolló para dar lugar a los matraces y los tubos de ensayo, artilugios que permitieron ciertos tipos de experimento). El libro de Grafton es un excelente ejemplo de este tipo de obra: no las “grandes ideas” de los académicos, sino los mecanismos de citas que hicieron posible un tipo de academicismo institucionalizado. Como ya he dicho, ese tipo de aproximaciones históricas son más raras en la teoría literaria, donde el “periodo” se impone (el siglo, por ejemplo, o incluso movimientos que abarcan menos tiempo, como el romanticismo o el modernismo).
Mi otra motivación, una de carácter más personal, es desarrollar un argumento sobre las satisfacciones afectivas que perduran en la novela. No tanto sus temas característicos, sino cómo nos sirve para nuestra vida cotidiana: su habilidad para entretener nuestras mentes, las satisfacciones peculiares de su ritmo. Piensa en los capítulos: la parada y el comienzo rítmico de la novela clásica, sus pausas para la reflexión, la forma en que las licencias de la ruptura del capítulo frena nuestra lectura, el modo de conexión con las rutinas de nuestras vidas. Eso es una parte crucial del ritmo. Supongo que esto es una reivindicación de la forma literaria, pero forma en su sentido más alejado de algo como la temática o el contenido: sólo el modo en que se segmenta la narrativa. Es difícil escribir sobre ese nivel de forma porque es agnóstico en el contenido (por acuñar una frase un tanto burda); para estudiar la forma uno se acerca más a la musicología que al territorio habitual de la crítica literaria.

A.L.: Marie-Laure Ryan ha descrito la lectura inmersiva que se produce en los mundos ficcionales. ¿Están los capítulos relacionados con esa idea de inmersión?
N.D.: La ironía obvia de la historia del capítulo es que se inventó para permitir un acceso discontinuo a los textos. Representó lo opuesto a la inmersión. Se cerraba un capítulo cuando se visualizaba una lectura no inmersiva. La forma de hacer capítulos de las escrituras, por ejemplo, se generaba bajo exigencias pedagógicas, cuando querían que los estudiantes trataran ciertos pasajes. Ese dispositivo migró a la forma de la novela, que presumiblemente exige una lectura parcialmente inmersiva y más o menos continua. ¿Qué pasó entonces?
Creo que el capítulo expresa la idea de unidades limitadas de la experiencia, el acto de segmentar el tiempo en trocitos articulados. Los capítulos nos permiten imaginar los saltos temporales de la flecha del tiempo, saltos que dan al tiempo todo su significado. Me fascina cómo terminan los capítulos de las historias de ficción del siglo XIX y cuando un personaje va a dormir: no sólo refleja nuestra experiencia de lectura (un capítulo antes de dormir), sino que imagina un espacio de reflexión temporal frecuente, un tiempo para dar un significado a lo que ha pasado, lo que los científicos cognitivos llaman “procesamiento de la información”.
Esto no es una función que se limite a los medios impresos, pero me interesa cómo los nuevos medios vuelven al origen del capítulo, la vuelta a su función antes de la novela: la necesidad de una tecnología que permita el acceso consultivo o discontinuo en una narración larga, para desenvolverse en la experiencia de lectura. Cuando navegamos por los capítulos de un DVD, estamos recapitulando la forma en que los capítulos ayudaron a los lectores de los antiguos pergaminos. Eso parece una necesidad constante que acompaña a las formas narrativas largas, sin tener en cuenta el medio en el que se han escrito.

A.L.: ¿Usa los nuevos métodos de las Humanidades Digitales para su investigación? O quizás quiera reeditar alguno de sus libros añadiendo nueva información cuantitativa, como ya hizo Franco Moretti.
N.D.: Si por Humanidades Digitales te refieres a lo que Franco Moretti ha llamado “lectura distante”, sí, mi proyecto usa una versión metodológicamente simple: he utilizado herramientas computacionales para observar el número de palabras de los capítulos de las novelas a lo largo del siglo XVIII y XIX (sobre todo en Inglaterra).
Cualquier humanista digital genuino encontraría este método (contar palabras) extremadamente primitivo. Se pueden hacer cosas mucho más sofisticadas. Por ejemplo, dos estudiantes de Stanford, Ellen Truxaw y Connie Zhu, han estudiado patrones sintácticos en los párrafos de apertura y clausura de los capítulos del siglo XIX usando métodos computacionales y sus resultados me parecen interesantes. Un estudiante de Columbia, Graham Sack, está haciendo un trabajo fascinante sobre cuestiones ligeramente distintas en las novelas del XVIII gracias a métodos computacionales muy flexibles. La simplicidad del conteo de palabras me gusta porque evito problemas y suposiciones sobre cómo he construido mis datos... no es un “constructo” complejo, por decirlo así.
Los datos sin procesar requieren una interpretación histórica. Por ejemplo, los datos me muestran que la longitud de los capítulos en un conjunto preciso de obras (ficción inglesa del XIX) es cada vez más estable en el tamaño: crecieron rápidamente desde finales del XVIII, luego decayó dramáticamente alrededor de 1840 y se quedó estable en la década de 1890. ¿Por qué ocurrió algo así? ¿Cuál es la explicación? A menos que uno dé con la prueba del algodón (como un documento en el archivo del editor inglés en el que explique por qué los capítulos de las novelas necesitaban alrededor de 3.700 palabras), uno tiene que pensar en la forma literaria y en cómo la forma fue cambiando. La explicación no la proporcionan los datos, más bien los datos me permiten preguntarme lo que aún no nos hemos preguntado y guía mi respuesta más allá de una conjetura impresionista.
Diría que no hay una fricción entre el trabajo interpretativo e histórico y el cuantitativo o computacional. De hecho, los académicos que aspiran a entender fenómenos de una cierta amplitud (periodos más amplios, o un número mayor de objetos culturales) usan el trabajo cuantitativo como parte de las herramientas necesarias en su quehacer.

A.L.: Ha escrito dos artículos muy interesantes en la revista N+1 sobre la generación de la teoría y sobre la crisis de las humanidades. Yo comparto sus reticencias con la obra de Martha Nussbaum sobre la defensa de las humanidades. ¿Qué podemos hacer nosotros por las humanidades si no existen criterios claros sobre que es mejor o peor heurísticamente? Por usar un ejemplo conocido, no sabemos si las ideas de Harold Bloom son mejores o peores que las de su discípulo Stephen Greenblatt.
N.D.: Ésta es una pregunta tan urgente como difícil. No estoy seguro de tener una respuesta que describa fácilmente las condiciones de validez del mundo académico y humanístico, sobre todo si lo comparamos con las condiciones de validez relativamente claras de las ciencias. Lo que he escrito sobre el tema tiende a plantear cómo nuestras “defensas” de las humanidades suelen ser intentos muy hábiles de adquirir las condiciones de las ciencias, o lo que es peor, las condiciones de algo como la rentabilidad, aunque esto ya está ocurriendo. Cuando leo explicaciones como las de Nussbaum me veo a mí mismo pensando: deja de intentar convertirlo todo en una “capacidad”, sé cuidadoso para no caer en el juego de otras personas, con las definiciones de otras personas; no estés tentado de usar un vocabulario ajeno al tuyo en el que los humanistas se confunden al traducirlo a sus intereses. O también: para de intentar “justificar” tu trabajo (que es una posición defensiva). En lugar de eso, explícalo.
¿Cómo explicarlo sin el criterio de la rentabilidad? Cada vez creo más en el concepto de “entendimiento” como el objetivo de las humanidades, más que la “producción de conocimiento”, que es algo potencialmente peligroso si se usa como descripción de lo que hacen los académicos. El pensamiento de Stefan Collini es muy acertado en este sentido. El entendimiento está ligado a la historia, cambia cuando ésta lo hace, y si puede ser acumulativo, entonces logra volver a un pasado distante. Es un término con resonancias de la filosofía pragmatista. Collini ha insistido en que el objetivo no tiene un beneficio particular (verificabilidad, rentabilidad), sólo supone más comprensión. Sirviéndome de tu ejemplo, la obra de Greenblatt puede servir para un entendimiento de más cosas, y más diversas, que las explicaciones de Bloom, en parte por los cambios entre el momento de pleamar [revanchismo] de Bloom y el de Greenblatt; pero las ideas del último no cancelan para siempre ni enteramente las del primero. He intentado usar un lenguaje pragmatista y decir que si nosotros sentimos las ideas de Greenblatt como “mejores” que las de Bloom es porque sus ideas responden mejor a nuestras necesidades de ahora que las de Bloom, pero este “mejor” no es necesariamente permanente y necesitaremos nuevas explicaciones de la literatura, la cultura, el poder y sus interrelaciones en el futuro. ¿Y quién sabe? Quizás en el futuro alguien encuentre una gran utilidad en las ideas de Bloom. No soy nada reacio a la idea de las humanidades como una fuerza, quizás la única fuerza que queda para la preservación de nuestra herencia cultural e intelectual. ¿Por qué no podemos admitir eso con orgullo?

A.L.: Escriba un capítulo final para esta entrevista.
N.D.: Añadiría algo a la pregunta de las humanidades y su supuesta crisis porque estoy más obsesionado desde que soy jefe de departamento y tengo que librar batallas sobre este asunto. No creo que la crisis de verdad esté en el destino de los estudios humanísticos, al menos en Estados Unidos y Reino Unido, que son los contextos con los que estoy más familiarizado. Creo que las estadísticas nos llevan a engaño. Los medios estadounidenses han declarado una crisis que puede que no exista y creo que saber por qué. La crisis real está en la educación secundaria, donde las artes y las humanidades están desapareciendo a un ritmo imparable. También en las comunidades artísticas fuera de la universidad, que tienen un ambiente más precario que nunca. Algo que la universidad ha hecho terriblemente mal es establecer analogías simplistas con esos sectores culturales. Tenemos razones para estar preocupados, pero esa preocupación por nuestras propias condiciones de trabajo significa que rara vez o nunca pensamos en hacer una causa común con las humanidades en un sentido más verdadero y amplio. No sé cómo actuar, pero parece un imperativo. Si envidio algo de las ciencias, es el sentido más elevado que tienen de integración en la educación secundaria y post-secundaria y en las ciencias fuera de la universidad.
Me he preguntado muchas veces si existe una razón para que tantos de mi generación estén pensando en la lectura (como parte de la historia cultural, como una forma de acceder a las formas literarias, como una manera de pensar sobre los modos en que la literatura se relaciona con otras prácticas culturales y otros medios). Me da algo de esperanza pensar que una razón posible es el deseo de pensar en la literatura de forma que sea sensible con nuestra escolarización y con las prácticas que existen fuera de la escuela. El estudio de la lectura me parece uno de los posibles puentes para las zonas culturales que están fuera de la universidad.

4 de diciembre de 2013

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