jueves, 23 de octubre de 2014

ENTREVISTA CON SANDRA M. GILBERT

LA COMIDA Y LA LITERATURA

ANDRÉS LOMEÑA: La literatura y la comida están conectadas, al menos, desde la ambrosía y la manzana de Eva hasta la novela Chocolat de Joanne Harris. ¿Por qué cree que hasta ahora casi nadie se ha aproximado al estudio de la imaginación culinaria en la ficción?
SANDRA M. GILBERT: Ha habido muchos estudios sobre la alimentación en la ficción y en la poesía, y también algunos desde un punto de vista filosófico. Dos estudios recientes que pueden interesarte son el de la filósofa Caroline Korsmeyer (Making Sense of Taste) y el de la crítica literaria Denise Gigante (Taste: A Literary History), pero hay algunos otros. La gran ensayista y biógrafa M. F. K. Fisher, a veces considerada una “simple” escritora de alimentos, escribió a lo largo de su carrera sobre las emociones y la estética del apetito. Su autobiografía culinaria, The Gastronomical Me, es una lectura imprescindible en este sentido, aunque algunos de sus otros libros (por ejemplo, su precoz An Alphabet for Gourmets) son verdaderamente estimulantes.

A.L.: Como antiguo estudiante de literatura comparada, usted cambió el modo en que yo leía ficciones. La imaginación culinaria, a primera vista, parece un texto menos combativo que aquel por el que todos la conocíamos: La loca del desván. ¿Qué intención exacta tenía a la hora de escribir esta historia cultural?
S.G.: Tu comentario sobre la obra que mi colaboradora Susan Gubar y yo publicamos en el ámbito de la crítica feminista y la teoría es todo un honor. He de decir que nosotras defendíamos entonces (junto con muchos otros teóricos de nuestra generación) que “lo personal es siempre político”, como ocurre, de hecho, en lo poético. Así que supongo que mi primera respuesta sobre la política de mi libro es que por supuesto cualquier estudio de la imaginación va a ser un estudio de la política de la imaginación: su lugar en el mundo, en la cultura y en la sociedad. Dicho esto, es cierto que mi libro empieza con una mirada general de las formas en las que, especialmente en Occidente, hemos representado la comida, el mundo de la cocina y el acto de comer desde (de ahí el subtítulo) “el mito a la modernidad”.
Mi propósito era y es intentar explicar a otros y a mí misma por qué y cómo estamos tan obsesionados con los asuntos gastronómicos en la actualidad. Para explicar algo así tuve que bucear en el pasado e intentar comprender la historia de la representación culinaria (en la ficción, la poesía, la pintura, el drama, el cine, la televisión, etcétera) desde entonces hasta ahora. Es inevitable que esa clase de historia sea una historia de la política cultural y social, así como una historia de la estética.

A.L.: Disfruto cuando leo sobre el vino de Málaga en las novelas de Balzac porque soy de Málaga, pero estos hallazgos para mí son algo infrecuentes.
S.G.: Me sorprende que no encuentres temas culinarios en las novelas porque en el transcurso de mi investigación estuve desbordada (¿Debería decir “empachada”?) por el número de obras que se centran en la comida. Desde Rabelais a Fielding y Proust, casi todos los escritores parecen hambrientos. Podríamos llegar hasta Homero. Recuerda que Fielding dijo que La Odisea era una “épica glotona”. He analizado una serie de novelas contemporáneas, empezando por libros infantiles estadounidenses (Little Women, Raggedy Anne and Andy) y después algunos autores como Jean Paul Sartre (La náusea), Sylvia Plath (La campana de cristal), Margaret Atwood (La mujer comestible), Nora Ephron (Heartburn: el difícil arte de amar) y escritores detectivescos como Rex Stout y Diane Mott Davidson. Y no estoy más que empezando a poner sobre la mesa la comida literaria que podría ofrecer.

A.L.: Desde Gargantúa y Pantagruel hasta Big Brother de Lionel Shriver, la comida y el exceso parecen conceptos muy cercanos. Sin embargo, la magdalena de Proust es una herramienta para activar los recuerdos, en La isla del tesoro un barril de manzanas sirve de escondite y en la saga de R. R. Martin, un pastel o un vino pueden ser un veneno. ¿Cuáles son las principales funciones sociales de la comida en la literatura?
S.G.: Quizás una de las más sorprendentes, aunque puede que no sea muy impactante, sea la centralidad de la comida en la literatura y el audiovisual, como el cine y el vídeo. Piensa en el Ulises de Joyce, por ejemplo, y cómo empieza con la visión de Leopold Bloom en la cocina, cocinando riñones de cerdo (algo simbólicamente muy importante) y termina con Molly Bloom y el paté de cerdo. Eso los define. Y piensa en Al faro de Virginia Woolf, con la epifanía del estofado de buey, un magnífico manjar de vida y amor que la señora Ramsay trae junto con una historia familiar. O piensa en todos esos poemas sobre comida cotidiana (nuestro pan de cada día) de autores como Pablo Neruda y William Carlos Williams. ¿Es posible que ahora nos acerquemos a los alimentos sagrados de las ceremonias religiosas a través del alimento secular?

A.L.: Disfruté mucho la novela La cena de Herman Koch porque no es una obra sobre alimentos, sino sobre la ética de unos ciudadanos de clase alta que comen y beben despreocupadamente. El goce de la comida está directamente conectado a la inmoralidad de los personajes. ¿Qué otras conexiones éticas, políticas, sociales o sexuales encontró entre la comida y la literatura?
S.G.: La comida se vincula a la locura y la inmoralidad (piensa en películas como La gran comilona), pero también es el modo secular de admirar lo sagrado en un mundo escéptico. La mayoría de los rituales teológicos conllevan comer y beber, trasladando el mundo al cuerpo. La mayoría de nosotros, en teoría sociedades occidentales modernas, ya no participamos en tales rituales; ¿no será que realizamos un cierto homenaje a nuestra propia especie agradeciendo nuestro lugar en la cadena alimenticia? Además, si somos conscientes de las desigualdades sociales, conocemos de sobra los horrores de la llamada “inseguridad alimentaria” (pobreza, hambrunas) en un mundo donde algunos estamos peligrosamente sobrealimentados.

A.L.: Seguro que la chic lit ha tenido éxito a la hora de integrar la comida en sus tramas. ¿Qué pasa con los demás géneros? Elaine Freedgood ha destacado la importancia de los objetos en la ficción y los alimentos pueden ser parte de esos objetos que la crítica ha descuidado hasta ahora.
S.G.: Freedgood lleva toda la razón. Como dijo William Carlos Williams: “Sólo hay ideas en las cosas”. ¿Era un manifiesto moderno? La comida, tanto si es alimento sintético (como en la película de ciencia-ficción Cuando el destino nos alcance), como si es real, representa algo central para nuestra cultura y sería definitivamente un error subestimarla. Basta con encender la tele, ver películas, ir a los museos y galerías de arte (EAT ART) e incluso leer algo del subgénero “novela de recetas”. Leemos sobre comida porque pensamos sobre la comida y es curioso que veneramos y detestamos las cosas que comemos. Admiramos los blogs de cocina, pero odiamos los consejos dietéticos, y si pensamos en los problemas sociales, sentimos miedo a la presencia de la comida (que causa obesidad) y a su ausencia (que provoca la inanición).

A.L.: Una broma final sobre las diferentes teorías literarias. ¿Con qué alimentos las asociaría? Yo propondría las esferificaciones de Ferran Adrià para describir la deconstrucción, las patatas para referirme al marxismo o una hamburguesa del McDonald como metáfora de los estudios culturales.
S.G.: Estoy totalmente de acuerdo: la deconstrucción y Adrià parecen el mismo fenómeno. Si sigues la serie Los Simpsons, quizás recuerdes un episodio en el que la madre de esta extraña familia típicamente norteamericana empieza a bloguear con sus hijos y cena en un restaurante de “gastronomía molecular” llamado El Chemistri donde comen una “ensalada César deconstruida”. Una hamburguesa sería algo idóneo para los estudios culturales, pero no estoy segura de qué sería lo adecuado para autores como Harold Bloom, Judith Butler o Terry Eagleton. ¿Debería meterlos a todos en una nueva versión de la sopa minestrone, que no sea demasiado pesada ni pretenciosa, con judías, grandes tacos de jamón dulce y algunos frutos secos?

A.L.: Un digestivo para terminar...
S.G.: Recuerda la gran frase de John Keats: “La poesía de la tierra jamás se extingue”. La transformaré para decir: “La poesía de la comida nunca se extingue”. Gracias por tus preguntas... y buen apetito.

Andrés Lomeña
23 de octubre de 2014

domingo, 12 de octubre de 2014

LA MUERTE DE LOS INSTITUTOS

La filosofía, una vez más, agoniza. La LOMCE la condena al ostracismo y a la vez refuerza el peso de la religión. El ministro de Educación, José Ignacio Wert, se permite la indecencia de afirmar que las diferencias por la LOMCE son sólo políticas. Ilustres filósofos como Adela Cortina, José Antonio Marina o Fernando Savater, entre otros, han defendido la asignatura de filosofía y han explicado por qué su eliminación supone una debacle para nuestra cultura. Hasta ahora sus vindicaciones no han servido para nada. Lo cierto es que los argumentos no han funcionado porque quienes gobiernan están siendo deliberadamente sordos a esos argumentos. El monopolio de la verdad, al parecer, lo ostentan ellos. ¿Por qué mantener una asignatura que trata de discutir sobre lo relativa que puede llegar a ser la verdad, si ellos ya están convencidos de poseerla? Nos olvidamos de que la filosofía que se imparte en el instituto ya ha sufrido cambios en su programa: antes se estudiaba a Habermas y ahora se estudia a Rawls. Estos nuevos vientos liberales no han bastado para aplacar esa obsesión psicopática por el individualismo y lo práctico, así que ahora necesitan aniquilar la filosofía al completo.

Entramos de lleno en lo que George Steiner llamó “poscultura”. El Gobierno impulsa un desaforado y suicida ataque a las ideas y la destrucción de nuestro capital intelectual será inmensurable. El ministerio de Educación está convencido de que la excelencia produce excelencia y sostiene, con buen criterio, que la mediocridad produce mediocridad. El genio no surge de la nada y la mediocridad difícilmente engendrará excelencia. Estas reflexiones sobre la reproducción y la transformación de lo que existe ya fue anticipada, a su manera, por los presocráticos, pero es algo que quizás los impulsores de esta ley no estudiaron con excesivo interés y desde luego van a garantizar que no se estudie en el futuro.

Los institutos desaparecerán tal y como los hemos conocido. Ya lo advirtió Terry Eagleton respecto a la educación superior en su artículo La muerte de las universidades. Los centros de educación secundaria también pierden horas de música, así que ganarán peso las asignaturas de carácter técnico. Quieren acabar con el absentismo escolar triturando las asignaturas que pueden ofrecer un bálsamo a un sistema educativo que muchos estudiantes no comprenden. Los alumnos no son ganado al que ha de marcarse con números. Y la escuela, hostigada por los cambios legislativos desde hace décadas, puede convertirse en una cárcel: un dispositivo de retención de ciudadanos en lugar de un centro de adquisición de conocimientos. Leer a Foucault es útil para aprender sobre el nacimiento de las prisiones: el filósofo francés citó explícitamente las escuelas. Pero Foucault era un filósofo, así que dudo que quieran acercarse a su obra para entender sus observaciones sobre el régimen disciplinario.

En la obra El precariado, Guy Standing habla del infame proceso hacia la eliminación de todo lo que se considera “prescindible”. Es una queja tan legítima como frecuente que podemos encontrar en ensayos como Sin fines de lucro de Martha Nussbaum o en La utilidad de lo inútil de Nuccio Ordine. Standing advierte de un peligroso descenso a los infiernos de la política: círculos viciosos que se van devorando a sí mismos ya que nada parece ser verdaderamente imprescindible. Sólo podemos contraponer a este paisaje dantesco una propuesta entusiasta y valiente que renueve las fuerzas utópicas en defensa de la educación pública, lo que Guy Standing llama un asalto a los cielos de la política. Y si en ese asalto tienen que caer las divinidades a las que el Gobierno protege abiertamente, que caigan. Aun así, el objetivo primordial es otro: detener la hemorragia democrática que padecemos mediante el rescate de una asignatura que discute explícitamente sobre qué es y debe ser una democracia real.

Resulta llamativo que en esta perversa búsqueda de lo útil no haya salido a debate público la utilidad de la religión, la hora semanal dedicada al “proyecto integrado” o la hora semanal de tutoría. Una vez más, los alumnos no son ganado: tengan en cuenta también sus opiniones acerca de dónde pierden más el tiempo. De eso saben más que nosotros. Quienes ocupan los sillones prefieren las cortinas de humo, como hablar de si la educación se puede garantizar en español o no. El resultado de esta macroestrategia de distracción es que sólo se ha considerado prescindible la filosofía, convertida en la quintaesencia de lo inútil... como si, siguiendo la demagogia del Gobierno, fuera útil la trigonometría para quienes quieren ser abogados o deportistas profesionales. En el fondo, los políticos que han diseñado esta ley saben mucho de filosofía (la rama que más dominan es la polemología: la ciencia que estudia el arte de hacer la guerra), concretamente sobre la función de los sofistas: se han servido de la retórica y de sus posiciones de poder para llevar a cabo toda una “semántica de combate” contra las humanidades.

Si hay algo en lo que difiero de muchos filósofos es en la respuesta que se debe dar. Muchos apuestan por la reacción sosegada, por la argumentación y por llegar a un consenso. Eso es lo que pretendió Ángel Gabilondo, heredando, a mi juicio, esa idea habermasiana según la cual hay una pretensión de comunicación y acuerdo. Ya ven ustedes a qué acuerdo hemos llegado: a que todos aceptemos esta farsa de educación pública. El potencial polemógeno (bélico) al que se enfrenta el sistema educativo no puede responderse con una ingenua irenología (los estudios que versan sobre la paz). La filosofía tiene que levantarse y ensalzar su lado dionisíaco, esa vertiente báquica, guerrera e iracunda. La filosofía no aceptará una muerte dulce. Rescatemos la filosofía. No por el bien de la filosofía misma, sino por el de la sociedad, que se parece cada vez más a una fiesta de suicidas, según la expresión usada por el filósofo alemán Peter Sloterdijk. Sí, lo he dicho bien, un filósofo alemán, pues allí siguen existiendo y parecen estar en plena forma.

viernes, 3 de octubre de 2014

ENTREVISTA CON SHAWN ROSENHEIM

CRIPTOGRAFÍA Y LITERATURA.

ANDRÉS LOMEÑA: Usted emprendió hace mucho un nuevo capítulo de la historia literaria para dar cabida a la escritura secreta y a los códigos. ¿Cómo llegó a la idea de entender la cultura contemporánea como un conjunto de variaciones de lo que denomina “la imaginación criptográfica”?
SHAWN ROSENHEIM: Inicialmente me desconcertó la relevancia que tenía Poe en los teóricos franceses. ¿Cómo es que las historias detectivescas de Poe, sobre todo La carta robada, llegaron a convertirse en textos canónicos para Derrida, Lacan y muchos otros? ¿Por qué no Melville o Hawthorne? Después descubrí los ensayos sobre criptografía de Poe en el Graham’s Magazine y pensé: “¡Ah! Así que era esto”. La criptografía ofreció a Poe un modelo implícito de pensamiento que entendía el lenguaje como un código, como un sistema arbitrario de diferencias, al igual que el modelo de Saussure. Las palabras no eran cosas, sino signos que pueden esclarecerse de diversas formas regladas. Es una especie de poética estructuralista de cosecha propia que luego Poe aplicaría de manera original y extraña a los géneros. La historia de detectives es el ejemplo más obvio: Dupin ve el mundo como un conjunto de códigos físicos, sociales y lingüísticos interconectados entre sí. En Los crímenes de la calle Morgue, la solución a las muertes depende de la comprensión de Dupin tanto del lenguaje como de la medicina forense. Para Poe, el conocimiento siempre parece ser lingüístico en su estructura.

A.L.: Me gustaría preguntarle por la trastienda de la imaginación criptográfica: las intersecciones que hay en el libro entre literatura, ciencia y tecnología.
S.R.: La escritura siempre tiene un aspecto criptográfico, como muestran los géneros literarios (por ejemplo, los acrósticos), la literatura esotérica y la hermenéutica. No obstante, no se le ha prestado demasiada atención a los códigos excepto como un sistema de comunicación privada de carácter militar, diplomático o de información mercantil. Cuando Morse inventó el telégrafo, todo cambió de la noche a la mañana. Los puntos y las rayas de Morse llegaron a ser un ejemplo ubicuo del poder de los códigos, no sólo porque permitieron a las personas comunicarse de manera instantánea, lo que en cierto modo “aniquilaba” el tiempo y el espacio, sino también porque las telecomunicaciones pasaron a ser imprescindibles para la modernidad tecnológica. El sistema ferroviario no funciona sin telecomunicaciones porque los trenes terminan estrellándose. Las personas no se suelen dar cuenta de lo revolucionario que fue el telégrafo; esta tecnología ha supuesto una transformación equivalente a lo que ha sido Internet para nuestras vidas.
Eso allanó el camino de Poe, que rápidamente empezó a explorar las implicaciones de la criptografía y las telecomunicaciones en sus sátiras y en su ficción especulativa, así como en sus historias de detectives. Se convirtió en el mayor impulsor de la criptografía entendida como un poder de los lectores, ya que se podía penetrar la piel de las apariencias y leer significados ocultos. La versión de Poe de la imaginación criptográfica atraviesa la modernidad de una forma muy intrincada, casi rizomática, y ha habido tantos escritores y continuadores que desarrollaron sus ideas que para mí es fundamentalmente diferente de las manifestaciones literarias que le precedieron.

A.L.: ¿No cree que los teóricos de la literatura exageran el poder y alcance del significado literario?
S.R.: Sin duda. Los críticos son siempre, por principio, sospechosos de “sobreinterpretación constante”, y la mayoría de ellos tiende a subestimar lo denotativo, sobre todo porque es más fácil que aprender lo suficiente para hacer justicia a los mundos contenidos en la denotación. Dicho esto, la sobreinterpretación se construye dentro de la estructura del lenguaje. Lo denotativo y lo figurativo son funciones recíprocas dentro del sistema y no pueden existir de manera separada, así que no creo que uno pueda especificar por adelantado cuánta interpretación es adecuada. El modelo criptográfico del código y el “texto sin formato” sugiere implícitamente que puedes separar el significado del significante, las marcas literales del código de su significado puro. Eso es una fantasía seductora, pero obviamente está equivocada. Descifrar un código sólo produce lenguaje, con todas las dificultades habituales.
Esto lo viví en mis carnes cuando hice un concurso para desentrañar el código final del Graham’s Magazine, que aún seguía sin resolverse y que supuestamente había enviado un lector llamado W. B. Tyler. Por numerosas razones, estaba convencido de que el código lo escribió el propio Poe, como un tipo de mensaje en una botella para futuros lectores. Cuando un informático canadiense resolvió finalmente el código, resultó ser un párrafo de una oscura novela sentimental. Algunos han afirmado que el párrafo mantiene una coherencia temática con las preocupaciones de Poe y que Tyler podría ser él, pero a mí no me satisface esa explicación. De un modo u otro, no sé por qué Poe o Tyler habrían seleccionado ese pasaje arbitrario. El código está resuelto, pero lo que significa no está nada claro.

A.L.: ¿Cuál es su opinión sobre las Humanidades Digitales?
S.R.: Aún no estoy seguro de lo que significan las Humanidades Digitales. Sé que los informáticos y los estudiosos de la comunicación harán un buen trabajo, pero lo que he visto hasta el momento no me ha entusiasmado. He pasado algún tiempo con personas de Stanford que tenían una gran beca para producir este tipo de bases de datos literarias, pero parecían más preocupados por el estatus de las humanidades que por darle un sentido particular a toda la información que habían recabado. John Limon escribió un libro llamado El lugar de la ficción en la época de la ciencia donde discute las fuertes analogías que hay entre la literatura y la ciencia. Su obra me influyó mucho. Es comprensible que la literatura quiera valerse de los poderes del mundo digital, pero eso a veces no es más que una quimera.

A.L.: Los agradecimientos iniciales de su libro son un misterio para mí. Admite que estaba inmerso en el trascendentalismo y me pregunto cuál es la relación de la obra con ese movimiento filosófico. Mi suposición es que comparte con Cassandra, a la que da las gracias, una visión de la vida muy cercana a lo inefable.
S.R.: Cassandra era mi mujer en aquella época y mi primera lectora. El resto está copiado del cuento Ligeia como una especie de broma privada sobre la experiencia obsesiva y extenuante de escribir un libro. En realidad, podría haber escrito The Cryptographic Imagination solo, pero sin Cass no hubiera terminado la tesis, que fue el núcleo de mi trabajo posterior.

A.L.: ¿Aún trabaja en las conexiones entre literatura, ciencia y tecnología? ¿Va a publicar algo en el futuro próximo?
S.R.: Aún me interesan muchas cuestiones similares, pero las he abordado desde un ángulo distinto, como documentalista. Durante algunos años trabajé en una película sobre Biosfera 2, que era un enorme experimento ecológico construido fuera de Tucson, en Arizona. Ocho personas encerradas en un mundo en miniatura durante dos años, sin aire ni comida del exterior, y cuatro mil especies de plantas, animales y bacterias con ellos. Seis “biomedios” diferentes, desde el desierto al océano. Fue un gran avance en la comprensión de cómo construir sistemas cerrados sostenibles, pero también fue una obra teatral diseñada para cambiar el modo en que las personas pensaban sobre el planeta Tierra: terminó inspirando el reality show Gran Hermano porque dentro había todo tipo de cámaras por control remoto. Una bella historia americana basada en la fantasía de usar la tecnología para preservar la naturaleza; esta utopía combinaba una gran mentalidad con el comercio, la autoconfianza y la tecnocracia. Todo dependía de la habilidad de aquel grupo de ocho miembros para enfrentarse juntos a la escasez de recursos y al establecimiento de prioridades, así que fue algo un tanto drástico también. Finalmente, la película se estancó en una especie de limbo legal que resulta demasiado complicado explicar aquí, así que nunca se estrenó, pero se puede descargar el archivo aquí: http://flash.williams.edu/biosphere/biosphere/BIOSPHERE.mp4.
Aún estoy pensando mi próximo proyecto. Quizá escriba un libro sobre la historia de Biosfera 2, ya que aún la encuentro atrayente, y eso no me expondría a las licencias y los problemas de propiedad intelectual que frenaron la película. Tengo algunas otras ideas sobre películas, aunque quiero ser cauteloso con esos proyectos. Haga lo que haga, me gustaría concentrarme en la narración como algo opuesto a la crítica.

A.L.: ¿Ha pensado alguna vez publicar una segunda edición de The Cryptographic Imagination? Han ocurrido algunas cosas desde 1997. ¿Qué añadiría? Yo le sugeriría que hiciera alguna mención a las filtraciones de Julian Assange o Edward Snowden.
S.R.: No me han pedido que haga una segunda edición hasta el momento y no cuento con ella, lo cual está bien porque ya dije lo que tenía que decir sobre el tema. Preferiría que los lectores usen cualquier cosa que encuentren útil para dar el primer salto en sus investigaciones. En todo caso, me encanta tu sugerencia sobre Edward Snowden. Su historia muestra la nueva configuración de las relaciones entre la criptografía, el poder estatal y la habilidad de los individuos para intervenir a escala global en las prácticas de los estados, si bien es cierto que al escribir esto me doy cuenta de que la historia de Snowden sólo repite a mayor escala la dinámica central de La carta robada.

A.L.: Le ruego que no se despida de mí mediante un código porque yo sería incapaz de descifrarlo. ¿Desea dejar algún mensaje final?
S.R.: Estuve convencido durante mucho tiempo, casi a mi pesar, de que todo tenía que poder expresarse discursivamente para que se comprendiera bien. Ya no lo veo así. Lo atractivo del documental, desde mi punto de vista, es que requiere una combinación de ignorancia y curiosidad... y una voluntad de hierro para escuchar atentamente. Te sumerges en un proyecto sabiendo que aún no tienes la historia.

3 de octubre de 2014