ENTREVISTA CON LEAH PRICE
ANDRÉS LOMEÑA: Nos hemos preocupado demasiado por la lectura y muy poco por los diferentes usos que damos a los libros, ¿verdad?
LEAH PRICE: La mayoría de los libros nunca llegan a leerse. Con la edición digital y la autoedión, el número absoluto de libros continúa creciendo y la proporción de los mismos que encuentran un lector continúa cayendo, así que necesitamos pensar en qué funciones desempeñan los libros cuando se ponen en la repisa, en la mesa de centro o en la mesita de noche.
A.L.: En su libro How to do things with books in Victorian Britain observó que los libros a veces sirven de protección, como una especie de señal para evitar molestias. ¿Qué otros usos detectó?
L.P.: Los victorianos a los que estudio desdeñaban los libros de la sala de estar, libros que estaban sobre todo para ser vistos. En cambio, se preocupaban por lo que podríamos llamar una “ética del uso”: ¿Era correcto esconderse detrás del periódico, usar la enciclopedia como un tope para las puertas, usar el periódico para envolver el pescado, combinar la encuadernación de tu Biblia con tu vestido, llenar la destartalada pared del estudio con libros o decorar la mesa del salón con obras intactas que no tienes la intención de abrir? ¿Es legítimo usar los libros con propósitos rituales, como besar una Biblia antes de tomar juramento en un juicio? Eso estaba proscrito a principios del siglo XX en Inglaterra, más que nada por los gérmenes, pero creo que también por la incomodidad que generaba tratar a un libro como si fuera una persona. Nos inquieta que los libros que debían extender la racionalidad de la Ilustración se llegaran a emplear de manera afectiva y supersticiosa.
A.L.: Pensaba que la literatura era una forma sutil de comunicarse con los demás...
L.P.: Los libros siempre han tenido dos posibilidades contradictorias: funcionar como puentes y como muros. Conectan a sus lectores a autores distantes en el espacio y el tiempo a costa de separar a los lectores de las personas de esa misma habitación. Por eso hay una larga iconografía que va desde una pintura sobre caballete a la litografía, las viñetas de los periódicos o los anuncios en la web donde se muestra a un marido ocultándose detrás de su periódico con una mujer escondiéndose detrás de su novela.
En los espacios públicos, los libros pueden empezar una conversación entre dos desconocidos en el metro (hago una pregunta sobre el libro con el que te proteges para iniciar una conversación) o terminarla (como señaló Goffman, el principal efecto del periódico reside en avergonzar a las personas que suelen ocultarse detrás del papel).
A.L.: Sabemos muy poco sobre los accesorios de los libros. ¿Qué ocurre con los marcalibros o puntos de lectura? ¿Y con las fajas y las sobrecubiertas?
L.P.: Los paratextos tuvieron a Genette como su principal cronista. Los anaqueles tuvieron a Henry Petrowski y su historia de las estanterías [The book on the Bookshelf]. Aún estamos esperando una historia de la mesa de centro.
A.L.: En su libro insinúa una teoría del rechazo a la lectura. ¿En qué consiste?
L.P.: El rechazo a leer un libro puede ser un acto de reafirmación. Ése era el caso de los hombres de clase obrera en la época victoriana. Me enteré de que aceptaron libremente los panfletos religiosos repartidos por sus superiores y después los usaron como envoltorios para el jamón o los sándwiches. No podían escribir declaraciones de ateísmo, pero podían negarse a leer.
A.L.: Muchos lectores usan sus libros para autoinducirse el sueño. En mi caso, a veces leo un libro como forma de “distinción social”: prefiero esperar leyendo un libro que escribir en mi smartphone. ¿Cómo usa usted los libros?
L.P.: Al igual que la mayoría de las personas, uso los libros como protección, un “no me molestes” cuando no quiero hablar con mi familia o en el metro (viene a ser un equivalente a las gafas). Esto no es nuevo: cuando se inventaron los trenes, también se inventó el axioma: “Un libro es el mejor recurso para una mujer indefensa”.
También uso los libros como accesorios desde que me dañé la espalda hace unos años. Coloco el monitor del ordenador sobre los libros porque la altura normal es inadecuada para mi cuello. Hasta yo misma me apoyo sobre libros porque sentarme en una silla bajita me hace daño en la columna. Hay múltiples usos que damos por sentado: los libros son uno de los pocos objetos baratos que a la vez son uniformes (casi todos son un rectángulo) y variados en tamaño (si tienes que arreglar la pata coja de una mesa, por ejemplo, habrá algún libro que te sirva para esos milímetros). Eso los hace tremendamente adaptables.
A.L.: Esperaba un uso menos mundano de los libros.
L.P.: Una pregunta central es qué entendemos por libro: si queremos decir “libro” a secas o si nos referimos a las subcategorías que ahora proliferan: audiolibro, ebook, libros en papel, etcétera. En 1964, la UNESCO definía el libro como una publicación impresa no periódica de al menos 49 páginas que esté disponible para el público. La redundancia de “publicación que esté disponible para el público” exige la pregunta de si trazamos una línea entre publicación y circulación interna (Lisa Gitelman se plantea en su obra más reciente si un objeto fotocopiado o mimeografiado es un libro). Hay otras preguntas al respecto. Las primeras “colecciones” modernas (Sammelband) eran libros hechos a partir de distintas obras reunidas por el “usuario final”: era el lector, no el editor, quien unía las partes en un todo que identificamos como libro.
Las formas mediáticas que compiten entre sí nos ayudan a ver lo que es el libro, incluso si es un objeto de estudio en movimiento. A principios de año, el bloguero Adrian Chen dijo que un libro es básicamente miles de tweets impresos y puestos en hojas de papel. Creo que estaba totalmente equivocado: los miles de tweets son justamente lo contrario. El libro es un medio con barreras mucho más altas: producirlo es caro y conseguir distribución es difícil. La mayoría de los ejemplares se quedan sin vender y sólo una pequeña fracción terminará reimprimiéndose, pero se diseñaron, al menos en un principio, para el futuro.
Andrés Lomeña.
8 de enero de 2014.
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