ENTREVISTA CON JOSEPH SLAUGHTER
ANDRÉS LOMEÑA: Usted ha descrito en Human Rights INC. la relación estrecha que existe entre los derechos humanos y la Bildungsroman. ¿De qué manera promovió la Bildungsroman la implantación de los derechos humanos? ¿Fue este género una fuerza progresista a favor de la libertad y la igualdad? Quizás haya encontrado en su estudio algunos contraejemplos, es decir, novelas de formación que atentaran contra los derechos humanos.
JOSEPH SLAUGHTER: En Human Rights, Inc.: The World Novel, Narrative Form, and International Law, intento describir las intersecciones formales e ideológicas entre la novela de formación y la ley de los derechos humanos internacionales. Mi argumento básico es que la Bildungsroman y los derechos humanos comparten ciertos presupuestos fundamentales sobre el sujeto de derecho, esto es, sobre lo que significa ser humano y sobre lo que los seres humanos necesitan para ser dueños de sí mismos, autónomos, e individuos autorrealizados dentro de la sociedad. El proyecto empezó cuando se me ocurrió que podía haber un vínculo entre dos cosas que había estudiado. La primera era un aspecto de la declaración universal de derechos que sigue siendo opaca para mí: los derechos deberían proteger y promover “el pleno desarrollo de la personalidad humana”. La segunda era que enseñaba literatura africana todos los años y me di cuenta de que la mayoría de novelas que estaban impresas eran novelas de formación y que la escritura y edición de esas novelas sobre el advenimiento de la madurez coincidían habitualmente con movimientos políticos y sociales por los derechos. Por ejemplo: los derechos políticos y civiles sobre el voto, la actividad anticolonial y la autodeterminación, los derechos de las mujeres, etcétera. Hice una gran búsqueda de datos de la crítica literaria y de comentarios críticos durante el siglo XX y descubrí que había una fuerte correlación entre la publicación de novelas caracterizadas como Bildungsroman y los movimientos sociales del momento. Así, por ejemplo, en los Estados Unidos había un montón de novelas formativas escritas por y sobre afroamericanos durante el movimiento de los derechos civiles, el de las mujeres en los años setenta, los latinos y asiáticos en los ochenta y noventa, las personas queer desde los noventa... Esas novelas realizaban algún tipo de “obra social” que reafirmaba los argumentos políticos para la extensión de derechos a grupos marginados. Ése es el punto esencial de mi análisis y esa correlación puede demostrarse en todas las localizaciones geográficas o históricas, desde principios del genero XVIII y las batallas por los “derechos del hombre” hasta las batallas contemporáneas por los derechos culturales colectivos de personas indígenas. En algunos casos, esas novelas muestran a la mayoría de la población que una minoría se basta para obtener y merecer esos derechos que la mayoría disfruta; después de todo, las personas tienen necesidades y deseos similares. En ese sentido, supongo que podríamos decir que la Bildungsroman es una fuerza progresista para la libertad y la igualdad en la vieja tradición liberal.
También hay otra forma de verlo, claro. Mi libro también discute que la Bildungsroman ha sido una compañera de viajes de toda suerte de empresas imperialistas y que a menudo ayuda a racionalizar ciertos tipos de intervención violenta en otras sociedades. De este modo, vemos que las enseñanzas británicas de la Bildungsroman a los africanos, hindúes y otros estudiantes bajo el yugo colonial buscan inspirar un deseo de ser buenos ciudadanos británicos, incluso cuando se les denegó la oportunidad de ser ciudadanos británicos de pleno derecho a esos mismos estudiantes. Al principio de la invasión estadounidense de Irak y Afganistán, empezamos a ver una gran abundancia de Bildungsroman de esas regiones. Novelas como Cometas en el cielo transmiten mensajes muy molestos que justifican una invasión violenta y venal en nombre de la protección y promoción de los derechos humanos. Es muy extraño que George Bush asociara la invasión militar, los derechos humanos y la Bildungsroman de manera explícita en el primer discurso que hizo en una visita sorpresa a Afganistán en 2006: “Nos gustan las historias y esperamos historias de chicas jóvenes que vayan a la escuela por primera vez y puedan darse cuenta de su potencial”. Por lo tanto, dudo que sea posible decir que el género no es más que una fuerza progresista; también se ve comprometida por su uso como parte del expansionismo imperialista.
Mis ideas en estos temas empezaron con dos novelas que calificaría de “contraejemplos”. Los protagonistas de la obra Our Sister Killjoy (1977), de la novelista de Ghana Ama Ata Aidoo, y los de Después de las bombas, del novelista guatemalteco Arturo Arias, tienen oportunidades para desarrollar libre y plenamente sus personalidades que terminan siendo aplastadas por el colonialismo y la discriminación racial y de género (en el caso de Aidoo) y por la colaboración entre la CIA, el departamento de Estado y la United Fruit Company durante el derrocamiento del gobierno progresista guatemalteco en 1954 (en el caso de Arias). La novela de Arias es una Bildungsroman satírica: el protagonista en realidad nunca va a la escuela. Lee libros de Heidegger y de Flaubert cuyas páginas están literalmente en blanco (todas las palabras han sido prohibidas); es una especie de idiota hasta que llega a la veintena. El orden social está tan corrupto que nunca llega a tener una oportunidad de crecer y llegar a ser un ciudadano guatemalteco maduro y responsable que pueda gozar de los derechos humanos. La novela podría catalogarse como una anti-Bildungsroman. Parece claro que muy pocas historias narran el éxito de la madurez; la mayoría de ellas cuentan historias de un proceso frustrado de desarrollo, como El tambor de Hojalata de Günter Grass. La última novela que discuto extensamente en mi libro es Le Petit prince de Belleville de Calixthe Beyala, en la que discuto cómo los derechos humanos devienen en mera ideología francesa; promesas incumplidas e imposibles de cumplir para los inmigrantes africanos en París, derechos humanos que se convierten en obstáculos más que en auxiliares de la autorrealización del joven protagonista. Esas novelas me parecen verdaderamente interesantes porque la frustración del deseo de autorrealización nos muestra la deformidad de la sociedad y la depravación de las instituciones sociales que alejan al protagonista del desarrollo de su personalidad. En este desajuste entre las expectativas de realización y sus fallos (tanto individuales como sociales) es donde esas novelas reivindican esos derechos humanos. En otras palabras, la mayoría de las novelas son contraejemplos, y en esta descripción de la formación fallida es donde discuten de manera más persuasiva a favor de cambios necesarios para remediar las injusticias estructurales e institucionales de la sociedad.
A.L.: También ha criticado los modelos analíticos de Franco Moretti y Pascale Casanova por ser eurocéntricos. ¿Qué espera de estos autores? ¿Admiten sus sesgos etnocentristas?
J.S.: Sí, soy bastante crítico con Moretti y Casanova (entre otros) por sus visiones eurocéntricas y por la ceguera de sus sistemas-mundo literarios. Soy crítico no sólo por el hecho de que en sus modelos Europa (y Estados Unidos) son el centro gravitatorio del universo literario (lo que es, dada las condiciones históricas de la globalización cultural y económica, algo cierto en algunos casos), sino porque están cegados por sus presupuestos, así que encuentran en sus investigaciones nada más y nada menos que lo que esperaban. Sus argumentos son circulares: la petitio principii de ambos es que Europa y Estados Unidos son los centros de un sistema literario mundial y de esta manera toda la literatura se lee para confirmar sus ideas iniciales. No es sólo que sus modelos sean eurocéntricos, sino que los postulados eurocéntricos los inhabilitan para ver los sesgos de sus pensamientos (incluso cuando imaginan que describen los sesgos eurocéntricos del sistema, al menos en el caso de Casanova) y cualquier fractura en la construcción de su espacio literario mundial. El modelo básico de producción literaria que ofrecen (donde los centros metropolitanos son los que innovan y la periferia la que imita) ha dominado los estudios literarios en Estados Unidos y Europa durante mucho tiempo; fue por lo menos la actitud que prevalecía hacia la literatura africana a lo largo de la mayor parte del siglo XX. Esto se percibe en los primeros estudios postcoloniales, como en The Empire Writes Back, donde había una carga subversiva. Lo vemos también en los reinos del derecho sobre la propiedad intelectual, las relaciones internacionales y los acuerdos multilaterales sobre el comercio. Por ejemplo, Moisés Naím, editor jefe de la revista Foreign Policy, lanza un ataque irracional contra el Sur Global en su libro Illicit: How Smugglers, Traffickers, and Copycats Are Hijacking the Global Economy. “¿Dónde se producen las falsificaciones?”, se pregunta; “Es típico de Asia”, responde, y añade: “China, Taiwán, y Vietnam son probablemente las fuentes, pero ni mucho menos son las únicas. Los bienes o algunos de sus componentes suelen salir de las mismas líneas de producción que hacen los elementos de marca que copian”. La ironía de este diagnóstico es completamente inintencionada: las copias ilícitas salen de los mismos lugares masificados de producción, hechas por los mismos trabajadores mal remunerados por las copias apropiadas. Así que con un simple gesto orientalista se nos urge a despreciar el hecho de que el producto original se produce bajo condiciones de explotación en esas localizaciones, convirtiendo los términos de la explotación en su cabecera para caracterizar la operación entera como parasitaria respecto de la producción legítima (cultural) cuyos propietarios son empresas occidentales de marca que toman ventajas de las desigualdades de la globalización para extraer tantos beneficios como sean posibles de las regiones más pobres del mundo. Desde mi punto de vista, el sistema literario mundial que Moretti y Casanova describen opera de forma similar, aunque ambos obvien esta visión.
Los modelos centro-periferia de las relaciones económicas y culturales fueron importantes heurísticamente a mediados del siglo XX; fueron elaborados por economistas marxistas y críticos culturales postcoloniales en un esfuerzo por explicar y desafiar las estructuras de dominación cultural, política y económica, así como la dependencia que continuó después de la descolonización oficial. En los últimos veinte años, la mayor parte de los estudios postcoloniales han ido más allá del modelo dualista de centro y periferia para ver dinámicas y redes de interrelación e intercambio más complicadas. Sin embargo, esos modelos se han visto reforzados de formas sorprendentemente simplistas en gran parte del trabajo bajo la etiqueta de “world literature”. Pascale Casanova asume que el modelo de la dependencia cultural es verdadero, y así (eso sugiero yo) su construcción de la República Mundial de las Letras (tanto el libro como la República que imagina) confirma la “verdad” del modelo. Franco Moretti empieza demostrando que el modelo de dependencia es verdadero, pero lo hace escogiendo meticulosamente sus ejemplos y sus fuentes críticas para corroborar su tesis. Uno tiene que leer con atención la estrategia en las citas y notas al pie de su artículo “Conjectures on World Literature” porque la mayor parte de sus fuentes críticas datan de los años setenta, incluyendo Beginnings de Edward Said (1975), aunque Moretti ignora las perspectivas posteriores de Said sobre esos temas. Lo que me fascina sobre el trabajo de Moretti (y tengo que admitir que considero a Moretti y a Casanova autores fascinantes y enervantes al mismo tiempo) es que él está presentando un modelo “objetivo” para el entendimiento de las relaciones literarias de nuestro tiempo que surgieron de una estrategia política particular de otro tiempo. Superpone un sistema mundial en otro. Es decir, la mayoría de críticos que cita Moretti están escribiendo de un modo claramente político durante los setenta y los ochenta, cuando ellos estaban combatiendo los prejuicios persistentes contra las literaturas no europeas (precisamente los prejuicios que habrían desalentado a Moretti de especializarse en algo distinto a las literaturas del río Rhin). Buscaban formas de ampliar el canon, de expandir el campo de los estudios literarios abriendo las puertas a literaturas y autores previamente marginados. Por ejemplo, el argumento de Emmanuel Obiechina de que un tipo de literatura popular en Nigeria (el mercado literario Onitsha) tenía contenidos, temas y estilos que recordaban o tenían préstamos de las novelas británicas de Defoe y Richardson tiene una resonancia muy diferente en el contexto histórico que Moretti defiende (donde cita a Obiechina por su ayuda) en la era de la circulación instantánea y la globalización. Según él, en las culturas de la periferia del sistema literario, la novela moderna crece como un compromiso entre la influencia formal occidental (normalmente francesa o inglesa) y los materiales locales. Dada la política de la época, Obiechina estuvo implicado no sólo en un estudio desinteresado de las cualidades puramente formales del arte; buscaba la legitimidad de los objetos literarios que estudiaba para demostrar, precisamente, que tales textos eran objetos dignos del estudio literario y candidatos adecuados a la admisión formal dentro de la literatura mundial. Muchos críticos adoptaron la estrategia de validar las literaturas desprestigiadas por analogía a las ya aceptadas y respetadas, o a la prehistoria de esas literaturas. Eso es algo comprensible y probablemente táctico. Al menos en el caso de Obiechina, refleja la política local del prestigio literario y las tradiciones orales en Nigeria. Esas estrategias retóricas probablemente nos dicen menos sobre las cualidades de la literatura en tanto que literatura que sobre las políticas académicas e institucionales de la crítica. El problema con las explicaciones de Moretti y Casanova acerca de la interdependencia literaria, desde mi punto de vista, es que Moretti escoge un fenómeno socioeconómico y cultural-político como un hecho ontológico sobre la literatura en sí misma, una historia natural (por así decirlo) de la emergencia, diseminación y evaluación de la novela. Por su parte, Casanova adopta una dominación euroamericana del espacio de la literatura mundial como la evidencia de una inferioridad sociocultural de lo que ella llama, de manera bastante chocante, territorios despojados literariamente, países desheredados literariamente o espacios empobrecidos.
Expandir el canon en Estados Unidos y Europa no eliminará el eurocentrismo del sistema literario mundial, al menos no en las formas relativamente conservadoras en las que la expansión del canon ha tenido lugar casi siempre. Esto tiene que ver no sólo con el poder creciente de los editores occidentales o con el monopolio norteamericano sobre la literatura mundial, sino con el poder de consumo de los lectores, profesores y críticos en Estados Unidos y Europa, quienes tienden a querer unos tipos de historias particulares y así ayudan a consolidar el poder de los editores que reciben dinero por satisfacer sus apetitos literarios. Los modelos de Moretti y Casanova de las relaciones de la literatura mundial afirman que los textos que han sido “realizados” en las capitales literarias de París, Londres y Nueva York son representativos de todas las clases de personas, normalmente como competidores de un país africano, latinoamericano o asiático. Ni qué decir que lo más probable es que entren en el canon de la literatura mundial aquellos que cumplen (o que desafían cultural o políticamente algo de una forma aceptable) las expectativas y las categorías preestablecidas por el propio canon. Señalo esto en Human Rights, Inc. en relación a la Bildungsroman; al menos durante los últimos treinta años, la forma mas rápida para publicar en una editorial grande francesa o americana para un joven escritor africano era con una novela sobre la llegada a la edad adulta, en la que un protagonista joven reprimido por sus condiciones (tradicionales) sociales, políticas, culturales y económicas en África, va a Europa o a Estados Unidos donde ella sufre algún tipo de alienación o de discriminación, pero al final llega a producirse una acomodación poco convincente y problemática con su sociedad de adopción. He descrito eso como clefs à roman, llaves para la industria editorial euroamericana: “Una novela sobre el intento de un protagonista para conseguir aceptación en una sociedad cosmopolita de lectores”. (Últimamente esta trama básica ha tomado la forma de la novela del “niño soldado”). Docenas, incluso cientos de esas novelas sobre las dificultades de los adolescentes del Tercer Mundo llegando a la madurez en el Primer Mundo se han publicado desde los años ochenta.
El canon se expande para incluir algunas de esas novelas y escritores, pero lo hace de acuerdo con un mecanismo bastante conservador que admite la nueva literatura cuando se parece a lo que ya existe dentro del canon. En otras palabras, el canon se expande si nosotros estamos interesados en las identidades étnicas, la raza, el género y los rasgos socioculturales de los escritores, pero conservan los términos genéricos que definen las ramas de la literatura mundial. Para seguir con el ejemplo de la Bildungsroman, hay otra razón por la que no creo que podamos decir simplemente que el género es una fuerza progresista; desde la perspectiva de género, este mecanismo se parece a una conservación de la “energía literaria”: aparece para desafiar los dispositivos exclusivistas del canon (o de la literatura mundial) para admitir nuevas voces, pero lo hace conservando las convenciones del género literario, certificando así la universalidad del género literario. En otras palabras, las tendencias conservadoras en la expansión del canon tienden a corroborar las categorías canónicas que en un principio parecían en riesgo; en general, los nuevos escritores son admitidos cuando trabajan con las viejas formas familiares. El principio canónico de la selección literaria favorece la similitud incluso cuando denigra la imitación. El premio de la admisión es la verosimilitud, pero desde la perspectiva eurocéntrica sobre la literatura mundial, la verosimilitud implica dependencia; así, el mismo sistema que exige verosimilitud amonesta a aquellos que pagan el precio de la admisión al ser imitadores inferiores. Vulgares copiones. Un dilema similar yace en el corazón de la novela de formación, donde se repite un patrón de temas y tramas: un protagonista que insiste en su derecho de ser diferente, en última instancia cuenta la historia de su realización o frustración de su deseo de una forma literaria convencional que demuestra que la voluntad del protagonista es adaptarse a las formas de diferencia que son socialmente aceptables.
A.L.: En su libro detalla cómo la literatura incorpora materiales de todo tipo: sociología, filosofía e incluso antropología. ¿Cuál es el objetivo último de su obra? Me da la impresión de que trata de mostrarnos la historia oculta de las ‘incrustaciones’ sociales en el ámbito de la ficción literaria.
J.S.: Estoy interesado en las vidas sociales de la literatura, o sea, en las múltiples formas en que la literatura está vinculada con el mundo. He intentado centrarme en las intersecciones e interacciones entre la literatura y el derecho, especialmente entre el siglo XX postcolonial o Tercer Mundo (un termino que valdría la pena conservar por la historia política ligada a ese término), las literaturas y el derecho internacional. Como bien sugieres, mi propia escritura está a veces impregnada de materiales sociológicos que han sido incorporados a la literatura, pero me centro en esos materiales extraliterarios porque estoy buscando formas de acercarme a lo que supongo que podría describirse como “epifenómenos de la literatura”. Cuando cuento que trabajo en literatura y derechos humanos, la gente asume a menudo (y es natural que lo haga) que estoy preocupado por los libros que tienen temas explícitos sobre derechos humanos y en cómo esos libros defienden alguna causa por los derechos humanos, o de forma menos dramática, cómo nos hacen algo más conscientes sobre la violación de los derechos humanos. Mis estudiantes, al principio del semestre, esperan escuchar cómo la literatura salvó vidas y cómo La cabaña del tío Tom acabó con la esclavitud de los Estados Unidos, o como Charles Dickens puso punto y final a la explotación laboral infantil en Inglaterra, o como Julie de Rousseau enseñó a las clases privilegiadas a preocuparse por los desfavorecidos. Algunos estudiantes esperan aprender sobre cómo ellos mismos pueden escribir un libro que enmendara los errores del mundo. Me interesan esas cosas, pero pocos libros han tenido un impacto directo y significativo sobre el funcionamiento del libro. La mayoría de proclamaciones sobre cómo la literatura cambia las cosas de una forma patente son muy exageradas (aunque Lynn Hunt sostiene que las novelas epistolares del XVIII enseñaban a los lectores a resolver los aprietos de las personas y de esta forma se allanaba el camino para la revolución de derechos). Creo que es valioso apuntar que quienes quieren que triunfe el poder de la literatura como un arma en la lucha contra la injusticia a menudo terminan reduciendo el valor de la literatura. Ya he escrito en otra parte que es erróneo atribuir todo tipo de efectos positivos y traicioneros en el mundo real a una producción cultural mientras que al mismo tiempo se “estrechan” los efectos posibles al considerar que la literatura ha dedicado su larga historia a una lucha particular por los derechos humanos. La literatura hace que pasen cosas de múltiples maneras y de formas principalmente inmensurables, y lo más común es que en realidad no pase nada.
Así que si, me interesan lo que llamas “incrustaciones sociales” de la literatura, pero quisiera hacer afirmaciones modestas sobre cómo podemos imaginar el vacío que hay entre el mundo y el texto. Soy muy escéptico ante las explicaciones causales que atribuyen efectos específicos a textos literarios específicos, o a los géneros, o incluso a los movimientos. Déjame darte un ejemplo de mi obra sobre la Bildungsroman y los derechos humanos para intentar captar alguna de esas complejidades y perplejidades que me suscitan tus preguntas. He estado trabajando durante varios años con una corazonada, inicialmente planteada por la afirmación de Barbara Harlow de que los treinta artículos de la Declaración Universal de los Derechos Humanos pueden leerse como una Bildungsroman, de que había una relación intima entre la legislación de los derechos humanos y la novela, pero específicamente con la novela sobre la madurez. He estado pensando y escribiendo sobre las relaciones posibles, intentando confirmar mi corazonada y resolver lo que se podría afirmar del impacto social y legal de la literatura. Leyendo a través de los travaux préparatoires para la DUDH, aprendí que durante este ensayo los delegados se enzarzaron en un debate sobre si Robinson Crusoe demostraba que una persona podía llegar a ser totalmente humana en una isla “desierta” o si necesitaba de la interacción social y de los frutos de la civilización para desarrollar al completo su personalidad. Los delegados belgas y rusos defendieron a capa y espada sus interpretaciones individualistas y comunitarias; los demás delegados se inclinaron por la opinión rusa, la cual puede verse reflejada en el lenguaje usado en el artículo 29: “Toda persona tiene deberes respecto a la comunidad, puesto que sólo en ella puede desarrollar libre y plenamente su personalidad”. Cuando encontré esto, pensé: “Eureka, tengo la prueba de la conexión entre la literatura y los derechos humanos”. Cuanto más pensaba en ello, más me convencía de que usar la escena como prueba era poco afortunado. Estaba preocupado por el hecho de que el debate sobre Robinson Crusoe diera lugar a una idea excesivamente simplista de las complicadísimas formas en que la literatura y el derecho se interpelan. De hecho, en los primeros borradores de mis artículos y de mi libro, rechacé usar la anécdota. Al final decidí (por indicación de algunos colegas) usarla, pero fui muy cuidadoso con el lenguaje para no establecer ninguna relación causal sobre un libro y el derecho, o sobre la interpretación de la novela de Defoe y el lenguaje final del artículo 29. No quiero que la evidencia aparentemente espectacular de una conexión interdisciplinaria ensombrezca las muchas otras maneras sutiles en que la literatura y el derecho se refractan. (No obstante, algunas veces se me cita por haber mostrado cómo Defoe promovió en cierto modo la DUDH, lo que es sin duda una mala interpretación de mi obra). La literatura es una tecnología para mostrarnos el mundo (real e imaginario) a nosotros mismos; también lo es el derecho, la sociología, la antropología y la medicina. Foucault demostró en repetidas ocasiones que el cruce de caminos de todos estos modos de entendimiento es mucho más interesante que una simple afirmación causal.
A.L.: ¿Es esa obsesión intertextual el motivo por el cual ha dicho que la novela representa el género novelesco más avaricioso de todos? La novela absorbe todo tipo de materiales no ficticios. Usted se sirve de varios ejemplos, como el de una novela que incluye recetas de cocina.
J.S.: Sí. He hablado de la novela en relación a la propiedad intelectual, quizás como la más avariciosa (o hambrienta) de todos los géneros. Esto no tiene que tomarse como algo que pueda validarse empíricamente, pero, como nos mostró Bajtin, la novela es especialmente hábil en absorber otros géneros y formas de escritura, representación y documentación. Coge cualquier cosa que se cruce en su camino para hacerlo “novelesco”. Por ejemplo, la novela GraceLand de Chris Abani (ya que lo mencionas en la pregunta) incorpora recetas de los platos nativos Igbo, así como descripciones técnicas de plantas nativas que deberían aparecer (y que es de donde se han tomado) en las enciclopedias botánicas. Creo que desde el principio la novela ha basado su reputación en su habilidad para transformar cualquier cosa textual en alimento para la novela. Defoe convierte las revistas, las listas, las recetas y los libros de contabilidad en material novelesco para Robinson Crusoe; Cervantes hace lo mismo con los documentos legales, históricos y filosóficos para Don Quijote. Describir la novela como una forma literaria codiciosa es simplemente una forma de decir que el género es extremadamente plástico.
Lo que me resulta interesante es pensar sobre qué ocurre cuando algo llega a ser novelesco, como por ejemplo, cuando la lista de Amnistía Internacional de las personas desaparecidas en Sri Lanka llega a ser parte de la construcción textual y del universo ficcional de Michael Ondaatje en El fantasma de Anil. ¿Cambia el contexto de la novela el estatus de la lista de desaparecidos cuando cruza la línea entre derechos humanos y ficción detectivesca (o Bildungsroman)? ¿O cuando el activismo se convierte en arte? Además, ¿cómo afecta el copyright al estatus (de propiedad) y a la forma del texto original? Se pretende que un informe de derechos humanos circule y se copie tanto como sea posible; una novela, en principio, tiene un monopolio sobre sus contenidos y su reproducción.
A.L.: Dice que deberíamos pensar en la novela como una herramienta contra la privatización del conocimiento. Esto parece una paradoja porque las novelas también poseen copyright y los editores son cada vez más poderosos. ¿De qué forma combate la literatura la privatización del conocimiento? Si es que hace tal cosa, claro.
J.S.: Mi idea de que tenemos que entender la novela como una herramienta contra la privatización del conocimiento es provisional, por las razones que describes. No estoy seguro de hasta qué punto generalizaría esta conclusión, pero déjame esbozar un caso particular. Parte del artículo a partir del cual elaboras tu pregunta, “Form and Informality: An Unliterary Look at World Literature”, plantea lo que ocurre cuando alguien (un científico, una empresa, un autor) se apropia de un conocimiento tradicional (o indígena) para obtener un beneficio personal. GraceLand de Abani es mi punto de partida porque descubrí que algunas de las descripciones científicas de las plantas autóctonas no sólo vienen de otras fuentes (que él admite y reconoce), sino que también tienen aplicaciones evidentes. Así, Abani hace una descripción botánica de las “bayas milagrosas”. Cuando se ingieren, las cosas amargas saben dulces por un periodo de tiempo. Ese uso de las bayas milagrosas se conoce entre las gentes de África Occidental desde hace mucho, pero la descripción casi literal de las bayas milagrosas aparece en registros de la oficina de patentes de Estados Unidos para inventos que hacen uso de ese conocimiento: un sustituto para el azúcar, una ayuda dietética, una pajita para beber, etc. Cada una de esas aplicaciones es un intento de los individuos y de las empresas por sacar y monopolizar conocimiento que es relativamente común en otro lugar. En el mundo actual esto es una estrategia común conocida como “forum shopping”: empresas farmacéuticas piratean el conocimiento tradicional en un lugar para privatizar ese conocimiento en otro; las empresas agroquímicas patentan tecnologías indígenas en Europa y Estados Unidos y luego intentan volver a vendérselas a la población africana y en cualquier parte donde ya se cultivaba. Ha habido algunos éxitos recientes en evitar esa piratería legalizada. La científica y ecofeminista hindú Vandana Shiva empezó una ONG que desafió con éxito a Monsanto por el uso de “aceite de nim” como insecticida. Las patentes se revocaron cuando la organización de Shiva pudo demostrar que esos usos a partir del árbol habían sido de conocimiento común en India durante milenios, gracias a las evidencias aportadas por un par de manuscritos en sánscrito.
Los requisitos para probar que algo es de conocimiento común (y por tanto impatentable) pueden ser muy altos en algunas culturas; tiene que haber evidencia escrita del uso de ese conocimiento (el término técnico para esto es “prior art”). Esto me hizo pensar: “Si las primeras novelas y otros escritos de África o de alguna otra parte conservaran lo que solíamos pensar como información etnográfica; ¿podría ese detalle etnográfico ser una evidencia del prior art?” Esto significaría que el conocimiento que algunos buscan proteger con una patente ha sido documentadamente “común” en la región durante al menos varios siglos. Por lo tanto, no debería ser susceptible de privatización a través del monopolio de las protecciones de patente. Estoy trabajando con otros ejemplos nuevos para el libro sobre propiedad intelectual, plagio y postcolonialismo. A modo de resumen, quiero destacar que la novela puede ser vista como un bastión contra la privatización del conocimiento; las novelas pueden pensarse como una alternativa (legal) a los depósitos de conocimiento cultural, los cuales necesitan protección contra la biopiratería y la explotación del conocimiento tradicional de las grandes empresas.
Tienes razón en tu reflexión sobre la paradoja inherente que existe aquí. El copyright de la novela de Abani cubre la presentación textual y la descripción de las bayas milagrosas que aparecen en sus páginas; quizás eso es problemático, pero también es muy diferente de reclamar una patente (las cuales exigen “derechos exclusivos” por el uso de ese conocimiento). Ninguna prohibición legal impide a un lector de la novela de Abani hacer una de las recetas que ahí aparecen, ni usar el conocimiento sobre las bayas milagrosas de alguna otra manera. En este proyecto estoy interesado por las formas en las que los múltiples géneros de la propiedad intelectual (patentes, marcas, copyright, indicadores geográficos, conocimiento tradicional o indígena, secretos de Estado, etcétera) entran en conflicto. Esos diferentes géneros de la propiedad intelectual tienen diferentes regímenes regulatorios, y las líneas entre ellos no están tan claras como solemos pensar. Es posible que una novela caiga no sólo bajo el paraguas regulatorio del derecho de copia, sino también bajo patentes o secretos de Estado. Esas esferas en conflicto generan muchas interrogantes interesantes teórico-prácticas sobre cómo y por qué pensamos en las ideas como “una propiedad”.
A.L.: El novelista Michel Houellebecq ha sido acusado de haber copiado fragmentos de la Wikipedia para su última novela, El mapa y el territorio. ¿El plagio de patentes que ha estudiado es algo bien distinto, verdad?
J.S.: Eso parece un simple caso de plagio. Quizás sería útil pensar en eso de la manera en que lo han hecho personas como Rosemary Coombe, Fiona Macmillan y Brad Sherman, que han pensado sobre la apropiación de otras formas de conocimiento colectivo. Con el término “plagio de patentes” quiero llamar la atención de un fenómeno que parece haber recibido poca consideración en los círculos académicos o legales. Si uno busca en una base de datos de patentes las synsepalum dulcificum (bayas milagrosas), se hace bastante evidente que las utilidades son o bien reciclar el lenguaje de solicitudes de patente o pedir prestado el lenguaje de alguna otra fuente (o conjunto de fuentes). Podemos encontrar las mismas descripciones de la planta repetida una y otra vez en múltiples solicitudes de patentes. Desde la perspectiva de la literatura y el copyright, esto es un fenómeno curioso. De acuerdo con las reglas para los textos, esos préstamos sin reconocimiento equivalen al plagio... o a la infracción de copyright. La práctica no parece ser un problema para la validación de las solicitudes de patente. No he encontrado a nadie más escribiendo sobre esto, así que puedo ofrecer mis primeras conjeturas. Mi suposición es que se entiende que esas clases de descripciones técnicas de plantas (y otras cosas) que se repiten en esas solicitudes describen hechos de la naturaleza, y los hechos de la naturaleza no pueden ser registrados. Es decir, los científicos (la mayoría de estos están escritos por científicos y sus abogados de patentes) piensan que sencillamente están registrando hechos objetivos sin más (“el cielo es azul”, “las rosas son rojas”, “las bayas milagrosas son purpúreas”), o lo que es lo mismo, que en esas descripciones no hay ningún arte y que no hay nada subjetivo en ello. Por supuesto, la ciencia teórica sabe bien que las observaciones son moduladas por el observador y por los métodos de observación, pero, al menos para los textos de las solicitudes de patente, los científicos (como Moretti y Casanova en sus campos de estudio) parecen olvidar el principio de incertidumbre de Heisenberg y el efecto del observador. En este sentido, es interesante señalar que en el transcurso de casi trescientos años de clasificaciones botánicas, las bayas milagrosas han cambiado de color, si no de manera real, al menos en su descripción estandarizada.
El término plagio de patentes, para mí, es una forma de llamar la atención sobre las diferentes normas que gobiernan los distintos campos del conocimiento; lo que sería una ofensa indignante en el mundo literario, es una práctica habitual en el mundo científico. Éste es un ejemplo de los problemas de autoría y originalidad (entre otros asuntos), que se vuelven más claros cuando uno mira los solapamientos de los diversos regímenes de propiedad intelectual. No sostengo que debiéramos acusar a esos científicos de plagio; me interesa más la disparidad entre las normas de la literatura y la ciencia y en lo que ocurre entre las líneas artificiales que nosotros dibujamos para separar los “hechos naturales” y los “productos artísticos” (algo que se vuelve visible gracias a las prácticas textuales que hemos desarrollado).
A.L.: No podemos esperar a la publicación de su libro sobre el plagio. Creo que no hay demasiados libros sobre el tema: The little book of plagiarism de Richard A. Posner, The construction of autorship de Woodmansee y Jaszi y quizás The ecstasy of influence de Jonatham Lethem. ¿Qué nos puede anticipar de su próximo libro?
J.S.: Mi nuevo libro, New Word Orders: Intellectual Property, Piracy, and the Globalization of the Novel empezará como una clase sobre plagio y postcolonialismo, en la cual me gustaría traer a colación las presunciones de la producción literaria colonial y postcolonial que mis estudiantes comparten con Moretti y Casanova: que las literaturas africanas e hindúes, por ejemplo, fueron (y son) simplemente pobres imitaciones de la literatura francesa y británica, o que las literaturas latinoamericanas son intentos débiles de reproducir las literaturas de España y Portugal. Esa visión de dependencia cultural, como ya discutí arriba, está tan impregnada del pensamiento sobre el imperalismo y la literatura mundial que es difícil ver las demás formas de interacción, modos de circulación y redes de intercambio que no se alinean con los modelos unidireccionales que prevalecen de dominación y subordinación. Para explorar las cuestiones de cultura y poder, decidí acercarme a los casos más toscos (casos en los que no hay duda de la “influencia” colonial porque se ve claramente que algunas partes de las novelas han sido plagiadas de forma bastante literal por la metrópolis). Con esos casos, podemos dejar a un lado las distracciones (a veces moralizantes) sobre si un autor es o no “original” o culturalmente “auténtico”, si ha sido aquiescente con la cultura imperial o si las ha subvertido, si hay que vilipendiarlo o vanagloriarlo. Es más, quiero apartarme de todo el discurso sobre los juicios morales asociados al plagio, la piratería y otros actos de imitación y apropiación; hay, por supuesto, un tiempo y un lugar para esos juicios, pero ese moralismo rápidamente oculta las grandes discusiones sobre los desequilibrios estructurales que crean no sólo las condiciones materiales para hacer que los actos de piratería sean, por ejemplo, inevitables (quizás incluso necesarios), sino también las condiciones ideológicas que la hacen posible (quizás, una vez más, incluso necesaria) para después demonizarla.
Mi libro explora las intersecciones entre la literatura mundial y la propiedad intelectual internacional y el derecho hereditario cultural. Tengo en cuenta el papel de las prácticas textuales de piratería en el desarrollo y la difusión de la novela, así como en la consolidación de los regímenes de la propiedad intelectual que dominan el mundo actual (encontraremos ejemplos de plagio transnacional, apropiación de marcas, piratería de patentes, espionaje de Estado y mercantil) y la emergencia de la “propiedad cultural” o el “derecho hereditario” como un régimen para poner en práctica los derechos humanos. Los analistas más alarmistas han conectado hace poco el mercado, las patentes y las infracciones de copyright con toda suerte de “enfermedades económicas”: desde la inmigración ilegal y la crisis sanitaria mundial al tráfico de órganos y el terrorismo fundamentalista. Esas prácticas ilícitas no son nuevas y mi estudio aborda el tema desde una visión amplia del “robo” de la propiedad intelectual porque todo esto ha sido parte de las dinámicas ordinarias de las “tecnologías literarias”, que se transfieren a través de las fronteras culturales, políticas, lingüísticas y sociopolíticas.
Así, por ejemplo, pienso en el papel de lo que llaman “la excepción de las naciones en vías de desarrollo” en el acuerdo de comercio y en otros aspectos de la propiedad intelectual (TRIPS, por sus siglas en inglés), como en la exención temporal que permitía al Sur Global ciertas formas de reproducción y diseminación de algunas propiedades intelectuales habitualmente restringidas. El desequilibrio político, económico y moral entre el Norte Global que posee más del noventa y nueve por ciento de la propiedad intelectual y el Sur Global que contiene los recursos de más del noventa por ciento de los productos sin manufacturar (y que serán futuras propiedades intelectuales) no es sólo un problema inherente de la agricultura, los derechos humanos y la medicina, sino también de la literatura mundial. Hay que reconocer la existencia de una economía informal que trafica con bienes literarios dentro y fuera de los mercados globales regulados; quiero llamar la atención sobre el papel de las actividades subterráneas y subalternas de la globalización cultural y económica, sobre todo en aquellas que tratan específicamente sobre prácticas “ilícitas” en la economía internacional e intertextual de la producción, la distribución y el consumo cultural del “nuevo orden (literario)”.
Quiero sugerir algunas ideas sobre cómo pensamos la literatura mediante el examen de varios modos multidireccionales y multidimensionales en que la literatura se topa con la propiedad real, cultural e intelectual. El marco legal del copyright y el discurso sobre el plagio son las formas principales de hablar sobre la literatura en relación con la propiedad; en un esfuerzo de expandir esa conversación, cada uno de los capítulos del libro toma un texto literario que se entremezcla con asuntos de la propiedad intelectual y supone un punto de partida para examinar un conjunto de problemas específicos. Por ejemplo, uno de los capítulos analiza una novela de Caryl Phillips sobre el comercio de esclavos para considerar cómo una teoría legal de la “propiedad literaria” estaba siendo utilizada en los tribunales británicos junto con casos sobre la legitimidad de “poseer humanos”. El plagio, que en el latín original significaba robar a alguien a su esclavo, tiene una relación larga y poco estudiada con las formas modernas de la esclavitud, especialmente con el comercio de esclavos transatlánticos, y con los movimientos humanitarios abolicionistas. El capítulo que se examina el material de Chris Abani y las mecánicas textuales en relación con las dinámicas de las patentes y la propiedad sugiere que la literatura puede haber tenido otros usos dentro del reino de la propiedad intelectual que el de ser un simple objeto de derechos de autor. Otros capítulos se centran en el uso cada vez mayor de indicadores geográficos y “denominaciones de origen” para pensar sobre las cualidades de la autenticidad étnica y la pureza cultural en la era de la globalización y la literatura mundial. No quería que mi proyecto volviera otra vez sobre los derechos humanos, pero con la creciente hegemonía durante las dos últimas décadas de la propiedad intelectual mundial, el derecho de propiedad intelectual y cultural ofrecía caminos alternativos para entender mejor las reivindicaciones de derechos humanos de grupos minoritarios. De hecho, si fuera posible en los noventa decir que los derechos humanos habían llegado a ser el lenguaje dominante para la formulación de querellas, muchas de esas querellas están ahora formuladas en el lenguaje de los derechos de propiedad intelectual.
En la actualidad, estoy completando los dos últimos capítulos del libro, uno sobre la herencia cultural como una forma emergente de propiedad intelectual colectiva y el otro sobre la tortura y los manuales de contrainsurgencia. Tanto la tortura como la contrainsurgencia están embrolladas con los problemas de propiedad intelectual de una forma que no resulta tan obvia. Entre muchas otras cosas, la tortura a menudo intenta poner palabras de una persona en la boca de otra persona para forzar a la víctima a pronunciar el discurso de otro como si fuera propio. Recientemente, un juez llegó a un acuerdo con el gobierno estadounidense sobre uno de los supuestos “autores intelectuales” del 11-S, Khaled Sheikh Mohammed. El preso no tenía derecho a contar la historia de su interrogatorio ni en qué consistió la tortura porque era un “participante” de la operación de contrainsurgencia de los Estados Unidos que aún estaba clasificada; en otras palabras, no tiene derecho a hablar de su propia tortura porque cuando fue secuestrado y torturado “participaba” en el programa de rendición extraordinaria que es oficialmente un secreto de Estado. Tras las revelaciones de torturas y otros abusos en Abu Ghraib, Guantánamo y otros sitios, el ejército buscó una imagen más gentil en su “guerra contra el terror”, revisando el manual de contrainsurgencia (FM 3-24). Los nuevos procedimientos, conocidos popularmente como la “doctrina Petraeus”, enfatizaban los métodos no violentos para contrarrestar la influencia de los “insurgentes”, incluyendo el estudio y manipulación de historias y técnicas narrativas (locales) para ganarse el corazón de las personas. Anunciado con gran fanfarria y colgado en Internet a la vez que salía también en una bonita edición de la Universidad de Chicago, el manual intentó cambiar la imagen pública sobre el militarismo estadounidense, mientras que mantenía clasificados algunos de los métodos violentos más antiguos de la contrainsurgencia. Gran parte de ese manual está plagiado y las secciones sobre “narrativa” están copiadas de antropólogos y teóricos literarios como Paul Ricoeur, Hayden White y Donald Polkinghorne. Mi capítulo sobre los secretos de Estado y la contrainsurgencia, que lee esos documentos junto con una novela guatemalteca muy controvertida, intenta desenmarañar estos problemas tan espinosos creados por la transformación de muchos temas socioculturales en problemas de derechos humanos y por la reciente conversión de muchos problemas de derechos humanos en problemas de propiedad intelectual. Estoy interesado en ese tipo de fricciones inesperadas y en lo que pueden contarnos sobre el poder y la propiedad (intelectual y real). Las concepciones que tenemos de la propiedad nos informan sobre cómo vivimos, actuamos y leemos.
29 de agosto de 2013
Andrés Lomeña
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