viernes, 6 de septiembre de 2013

ENTREVISTA CON ANDREW GOLDSTONE: LA FICCIÓN DE LA AUTONOMÍA LITERARIA

La autonomía literaria y "el arte por el arte" como la gran ficción de la literatura.

ENTREVISTA CON ANDREW GOLDSTONE

ANDRÉS LOMEÑA: El programa de su asignatura sobre sociologías literarias incluye libros rabiosamente actuales como The economy of prestige y Merchants of culture. Ojalá el interés por la sociología de la literatura también resucitara por estos lares. Yo añadiría a la bibliografía su obra Fictions of autonomy, que parece una “rectificación radical” en las prácticas académicas actuales. ¿Era ésa su intención?
ANDREW GOLDSTONE: Los libros de Thompson y English que citas son magníficos y merecen mayor atención de la que han recibido; creo que los estudios literarios tienen una resistencia endémica al tipo de investigaciones que han realizado estos autores.
Fictions of Autonomy intenta explicar parte del origen de esa resistencia mediante el análisis de las ideas sobre la “autonomía literaria” a finales del siglo XIX y principios del XX. También busca algunas formas de superar esa resistencia. Sería bueno pensar que he sido parte de esa “corrección radical” y me encantaría ver que se materializa, pero no creo que estemos en un momento de gran transformación, o al menos ese momento no ha llegado aún. Es verdad que los departamentos de lengua y literatura comparada están más abiertos que antes a ciertas cuestiones sobre la función de las instituciones literarias y la organización social de la literatura. Concretamente, la sociología de Bourdieu está recibiendo más atención por parte de muchos académicos de la literatura (el libro de Sean Latham sobre la novela en clave es un buen ejemplo de ello). Sin embargo, los estudios literarios terminan por regresar a las ideas del “autor excepcional” y del “texto literario singular”. Ése es el significado de mi intervención: la idea de autonomía literaria está en el ADN de los departamentos de literatura. Despojarnos de esa herencia no es una tarea fácil; probablemente no pueda hacerse sólo con argumentos teóricos.

A.L.: Uno de los capítulos de la obra trata sobre la literatura sin “referencias externas”. ¿Es tal cosa posible? ¿Son las llamadas “falacias de la Nueva Crítica” lo peor que le ha pasado a los estudios de la literatura en el siglo XX?
A.G.: Aquí podríamos morir enterrados por los matices: depende de lo que entiendas por “referencia”. Dudo que exista una literatura que esté llena de significado cultural y filosófico y que carezca de referencia externa. Esa entelequia fue muy importante para algunos nuevos críticos y para los deconstruccionistas (es algo conocido en la actualidad, especialmente en algunos círculos poéticos), hasta el punto de convertirla en una definición de la literatura moderna o de toda la literatura. La idea fue útil a corto plazo para las vanguardias académicas y literarias: así apartaron a una élite literaria de sus rivales culturales. ¿Qué mejor manera de hacerlo que afirmando que la literatura estaba llena de conocimientos y que aún carecíamos de modos empíricos para adquirirlos? El precio de promulgar esta fantasía ha sido muy alto y persiste como una especie de “religión del excepcionalismo literario”.
En cuanto a lo peor que le ha pasado al estudio de la literatura, está bastante claro que, al menos en Estados Unidos, ha habido una transformación desastrosa que empezó en los años setenta. Hemos pasado de un oficio seguro y a tiempo completo como profesores a situaciones de precariedad y explotación. Esta crisis amenaza con convertir en superfluos todos los demás debates metodológicos.

A.L.: Leí un libro de Daria Gallateria sobre los “trabajos forzosos” de los escritores. Se suele pensar que los novelistas se consagran a escribir novelas y nada más. En la mayoría casos, la realidad es muy distinta. ¿Qué opina de la autonomía literaria respecto del trabajo?
A.G.: Ahora mismo estoy leyendo La condition littéraire: la double vie des écrivains, de Bernard Lahire, sobre un tema similar. A mí me interesan las dos condiciones en las que es posible sorprenderse de que los escritores tengan “trabajos reales”. La primera condición es que la escritura tiene una “dignidad profesional”: escribir se entiende en un sentido honorífico como una identidad y como una vocación a tiempo completo. Si eres escritor, no puedes ser nada más. El escritor es un profesional entre otros. Pero la segunda condición es, sin embargo, que la escritura apenas se paga; es decir, el valor cultural de la escritura no corresponde con su valor económico. Por supuesto, se paga a algunos escritores por escribir, pero todavía persiste la creencia de que no se les debería pagar demasiado ya que la literatura “real” tiene una dignidad “no comercial”. Ambas condiciones son propias de la era de la alfabetización literaria y de la impresión a gran escala a partir del siglo XIX. Esa visión continúa en la actualidad. Incluso Thompson distingue la literatura “de calidad” de la “comercial” (una jerarquía válida dentro del mundo editorial).
En mi obra trato esa supuesta autonomía del trabajo y me centro en el periodo de 1890-1918. Algunos escritores extendieron la idea paradójica de que la escritura como una vocación a tiempo completo no pertenecía al mundo del trabajo. No es accidental que esos escritores carecieran de “trabajos reales”. Procedían de buenas familias: Oscar Wilde, Marcel Proust o Henry James, entre otros. Por otra parte, no estaban confundidos sobre las condiciones económicas bajo las cuales producían formas estéticas. Al contrario, tenían un ojo clínico para el mundo del trabajo asalariado, del que podían apartarse gracias a su posición social; todos forman parte de lo que los sociólogos llaman “trabajo estético” (trabajadores empleados por su apariencia física, o por su corrección lingüística: http://workinprogress.oowsection.org/2013/02/20/squashed-cabbages-the-working-class-and-aesthetic-labour/). Así, tuve en cuenta cómo Wilde, James y Proust usan el trabajo estético de los criados en sus escritos, reflejando de manera bastante autoconsciente el lugar del “esteta” en el sistema de clases de la sociedad europea de finales del XIX.

A.L.: Su próximo proyecto, Wastes of time, suena tremendamente interesante. ¿Qué nos puede anticipar sobre su desarrollo?
A.G.: Estoy estudiando el modelo “modernista” de la historia literaria del siglo XX, lo cual es útil pero tiene sus límites. En el modelo del modernismo, el investigador literario busca obras estéticamente excepcionales y conecta sus cualidades con las condiciones históricas cambiantes (las condiciones de la “modernidad”; ya sea una modernidad singular o modernidades múltiples). El límite más peligroso a este método es su severidad selectiva, lo que conlleva un compromiso con el proceso de evaluación estética y de canonización. Eso es lo que quiero decir con “el monopolio del modernismo sobre la modernidad literaria”. De hecho, incluso cuando cambia el canon, todavía tenemos un gran obstáculo: los cambios institucionales en la producción, circulación y recepción de la literatura del siglo XX, sobre todo el incremento en el número de nuevas obras de ficción. La implantación de la educación superior, las transformaciones de las industrias mediáticas y otros fenómenos no pueden entenderse exclusivamente a partir de una selección de obras literarias, sobre todo si las obras que generan más atención son aquellas que ya tienen grandes cantidades de capital simbólico (las “mejores” novelas).
Sostengo que el género (y con género aquí me refiero a la práctica ordinaria de colocar libros en las estanterías: “fantasía”, “romance”, “criminal”, etcétera) es un concepto de “nivel medio” que puede darnos una perspectiva alternativa del último siglo de la historia literaria. Puede ayudarnos a conectar los cambios sociales e institucionales (incluyendo los cambios en la edición y el marketing) con los textos individuales, sin tener que cometer los pecados de la “hiperselectividad”. En cualquier caso, tendremos que usar algunas herramientas de la sociología de la cultura, que son mucho más sofisticadas que los estudios literarios en su manera de analizar agregados o grupos de objetos culturales. Hasta aquí, mi obra sobre “el malgasto del tiempo” se ha centrado en los métodos. Estoy aprendiendo paulatinamente sobre la sociología de la cultura y pensando en cómo ésta podría ser útil en el contexto de algunos géneros populares como la ciencia-ficción. Se podría decir que he estado aprovechando mis clases para poner en práctica algunas ideas. Así que, aunque mis alumnos no lo saben, me han estado ayudando con este proyecto durante varios años.

A.L.: ¿Está surgiendo una escuela o generación de Humanistas Digitales?
A.G.: Las colaboraciones son un gran placer y sirven de formación continua. No obstante, las Humanidades Digitales son algo muy paradójico; todo el mundo habla sobre ellas a la vez que niega su coherencia intelectual. Creo que los ordenadores y la posibilidad de trasladar el trabajo académico a la web ha permitido que muchas personas con pocos intereses comunes se articulen como un grupo. Twitter ha sido muy importante para cimentar los inicios de esa red social. Muy pronto podremos reconocer adecuadamente algunas de las divisiones ideológicas y metodológicas que hay dentro de las llamadas Humanidades Digitales.
La conclusión de mi obra sobre la autonomía (digo esto con mucho cuidado en el epílogo del libro Fictions of Autonomy) fue la constatación de que el abandono de todo misticismo sobre la naturaleza excepcional de la literatura es la condición básica para el conocimiento de la historia literaria. Por otra parte, las Humanidades Digitales son perfectamente compatibles con ese misticismo; incluso abre nuevas posibilidades para el “fetichismo literario” con la producción de visualizaciones interactivas y ediciones digitales superpuestas de “grandes autores”, o mediante búsquedas indeterminadas en bases de datos... como si todo eso fuera un equivalente del conocimiento y no una actividad especulativa incapaz de sostenerse por sí sola.
No hay duda de que “lo tecnológico” tiene un valor estratégico. A mí me viene bien describir la historia literaria en términos de campos, géneros y agregando patrones de comportamiento mediante el uso de ordenadores. En cambio, preferiría que encaráramos mejor la pregunta sobre “lo social” en el estudio de la literatura, algo que ya se plantearon hace unos cuarenta y cinco años. Me gustaría ver un estudio cuantitativo de las editoriales y de las librerías, pero creo que muchos humanistas digitales lo considerarían la cosa más aburrida del mundo. Además, los historiadores del libro y los sociólogos de la cultura preguntarían: “¿Por qué os llamáis digitales?”

A.L.: ¿Desea añadir algo?
A.G.: No se me ocurriría sobrevalorar mi propia capacidad para predecir la estructura de los estudios literarios. Ni siquiera conozco la forma que adopta en el presente, excepto desde una perspectiva muy parcial. Constantemente descubro a nuevos autores en todos los campos (sociología, estudios de medios, lingüística, informática, etcétera), cuyas obras añado a mi lista de “libros pendientes”. Así que a pesar de haber hecho algunas observaciones escépticas sobre el actual estado de las cosas, soy optimista sobre lo que vamos a aprender de la cultura literaria en el futuro próximo.

7 de septiembre de 2013
Andrés Lomeña

No hay comentarios:

Publicar un comentario