domingo, 21 de julio de 2013

ENTREVISTA CON PATRICK COLM HOGAN

Entrevista larguísima, pero hay cosas que merecen la pena.

ENTREVISTA CON PATRICK COLM HOGAN

ANDRÉS LOMEÑA: ¿Qué es la “narratología afectiva”? ¿Es un campo equivalente al de los “estudios culturales cognitivos”? ¿Sois Lisa Zunshine y usted los principales autores de estos novedosos enfoques de la literatura?
PATRICK COLM HOGAN: Podemos hablar de dos sentidos de la narratología afectiva. El primero atañe a la génesis del nombre. Hasta donde sé, soy el que acuñó el término. La primera vez que recuerdo haberlo usado fue en una charla en la Modern Language Association en 2008. Desarrollé esta idea en el libro de 2011 Affective Narratology: The Emotional Structure of Stories. Ni que decir que el origen del nombre no es enteramente mío; alguien usaría la frase antes que yo y me olvidé. Además, hay precedentes obvios: el más claro era la idea de Stanley Fish de una “estilística afectiva”, aunque no creo que haya ninguna conexión relevante entre el programa de investigación propuesto por Fish y el mío.
El segundo sentido afecta al origen de la práctica de la narratología afectiva. Aunque un marco teórico sea un desarrollo intelectual genuino, la práctica suele preceder al nombre. En otras palabras, los investigadores (quizás sólo unos pocos) extraen un cierto modo de análisis o tipo de explicación; varias corrientes de estudios empiezan a converger y finalmente alguien reconoce el patrón y lo bautiza. Así, uno espera dar más organización e ímpetu al programa de investigación.
La narratología afectiva es, antes que nada, una orientación hacia la explicación de aspectos narrativos en relación con la emoción, sobre todo a partir de los recientes descubrimientos en el área de la ciencia cognitiva de la emoción o “ciencia afectiva”, como se la suele llamar. Supongo que Aristóteles fue el primero en haber prestado atención a las emociones en relación con la estructura narrativa. Anandavardhana y Abhinavagupta en India hicieron, a mi juicio, contribuciones incluso más significativas. Los aristotélicos árabes también tuvieron cosas valiosas que decir en esta área. Sin embargo, no trataron con las ciencias cognitivas de la emoción (resalto algo obvio). Uno de los primeros escritores en hacer eso fue Keith Oatley, que no era un crítico literario, sino un psicólogo (y novelista). También pienso en algunos escritores alemanes como Jens Eder y Ralf Schneider. Noell Carroll, Carl Plantinga, Ed Tan y Murray Smith nos trajeron grandes enseñanzas y conocimientos al estudio de la narrativa cinematográfica y la emoción. Y, cómo no, mis primeros libros y artículos también sirven de ejemplo: The Mind and Its Stories: Narrative Universals and Human Emotion (Cambridge University Press, 2003).
En cuanto a tu segunda pregunta, hay muchos solapamientos entre los estudios culturales cognitivos y la narratología afectiva. Sin embargo, eso es en buena medida accidental. Hay otros dos sentidos para los estudios culturales cognitivos. El primero es simplemente temático. Abarca el campo del cognitivismo humanístico, desde la literatura al cine, pasando por los medios digitales y otras prácticas culturales (podría verse como una incorporación de esos campos a la “neurociencia social”). El segundo sentido de los estudios culturales cognitivos va más allá del tema y toca algunos presupuestos generales sobre la naturaleza y alcance de las explicaciones cognitivas. Hay (o suele haber, no eso algo implícito) un contraste entre los estudios culturales cognitivos y el “darwinismo literario”. Mientras que los darwinistas literarios abordan la biología y lo innato, los críticos culturales cognitivos hacen referencias mucho más exhaustivas a la cultura. Por lo general, esto significa “diferencias culturales”, aunque mi énfasis ha sido el de los patrones transculturales, incluso en aquellas prácticas que no están determinadas de forma innata, pero que se perciben en las dinámicas de grupos, en las leyes o en otros factores.
Lo que podemos inferir de estas breves descripciones es que tanto los darwinistas literarios como los críticos culturales cognitivos tratan muchos temas fuera del reino de la narratología afectiva. Además, en principio, ambos podrían investigar narratología afectiva. Hago un uso considerable del pensamiento evolucionista, y aunque rechazo las generalizaciones que se hacen sobre las culturas, me siento mucho más cómodo en la segunda categoría.
No sorprende que la narratología afectiva sea una expresión casi intercambiable con los estudios culturales cognitivos. Puede usarse para el estudio de la narrativa y la emoción si la definimos de una forma tosca. Sin embargo, tal y como uso los términos, implica la presuposición de que los principios que gobiernan las emociones son cruciales para entender los distintos fenómenos de la narrativa. Por ejemplo, he defendido que nuestro sentido de un acontecimiento no queda definido por sus propiedades objetivas de cambio ni por las estructuras del procesamiento de la información, sino por los contornos de la experiencia emocional. Lo mismo vale para los patrones narrativos sobre los niveles de esos acontecimientos (historias, géneros, etc).
Si hablamos de la importancia de este campo, quizás haya que apuntar tres ideas distintas. La primera, su grado de influencia. No puedo hablar por Lisa, pero ciertamente yo no soy el narratólogo afectivo más influyente. Por ejemplo, yo estoy al final de la cola que inició Aristóteles. Otra cosa es hablar de si nuestras fuentes de conocimiento son las más consecuentes desde un punto de vista teórico. Hace falta tiempo para decirlo con seguridad. Yo votaría por Abhinavagupta como el gran pionero de esta disciplina, aunque la ciencia cognitiva de la emoción o la neurociencia afectiva no estaban disponibles en su época. Tenemos que esperar y ver cómo se desarrollan las cosas durante el próximo siglo para hacer cualquier afirmación sobre los contemporáneos (vuelve a hablar conmigo a mis 87 años, por decirte una edad).
Por último, sería genial si supiéramos que “llevamos más razón” que otros. Eso estaría bien, pero no deja de ser una ingenuidad. Evidentemente, creo que mis puntos de vista son acertados cuando discuto con otros; si no pensara esto, me pasaría a las opiniones de los otros. Estamos lejos de ser enteramente consistentes de nuestras perspectivas y a veces podemos reafirmarnos en nuestras declaraciones mientras reconocemos que algún otro está en lo cierto. En general, creemos que nuestras creencias son las correctas y por ese motivo las mantenemos.

A.L.: ¿Cuál fue la reacción a sus “universales literarios” y a las 95 tesis que propuso? Seguro que tiene muchos defensores en el campo de la antropología, pero también algunos detractores, como Jonathan Kramnick en su artículo Against literary darwinism.
P.C.H.: La idea de los universales literarios recibió una respuesta bastante negativa dentro de los estudios literarios. Mi primera publicación sobre ese tema fue en el ámbito de la filosofía. The British Journal of Aesthetics publicó mi discusión sobre los universales estéticos en 1994 (“The Possibility of Aesthetics”, The British Journal of Aesthetics 34.4 [1994]: 337-49). La discusión que sostuve sobre los universales literarios apareció al año siguiente en el primer volumen que coedité con mi mujer, Lalita Pandit (“Beauty, Politics and Cultural Otherness: India in the Study of Comparative Literature”, Literary India [Albany, NY: State University of New York Press, 1995]: 3-43). Esta publicación fue posible por las buenas maneras de la “indóloga” de la Universidad de Chicago, Wendy Doniger, que incluyó el libro en una serie que estaba editando. Lalita y yo coeditamos más tarde un número especial de College Literature (23.1 [1996]), donde pude tratar algunas ideas relacionadas, gracias a la mente abierta del editor de la revista, Kostas Myrsiades. El académico sobre Shakespeare residente en Japón, Minoru Fujita, también ayudó a la publicación de mi artículo “Shakespeare, Eastern Theatre, and Literary Universals: Drama in the Context of Cognitive Science” (en Shakespeare East and West, ed. Minoru Fujita y Leonard Pronko [Richmond, Surrey: Japan Library, 1996]: 164-80, 189-90). Es probable que mi ensayo más leído sea “Literary Universals”, publicado en Poetics Today (18.2 [1997]: 223-249), gracias en parte a Meir Sternberg.
Nada de esto fue la norma. Aunque parezca increíble, el universalismo se vio como algo políticamente retrógrado. Evidentemente, los teóricos de la literatura no habían gastado un sólo minuto en pensar sobre el tema. Es más que obvio que considerar a las personas con unas propiedades humanas universales era precisamente lo que fascistas, colonialistas, esclavistas y otros criminales “no” hicieron. Aun así, creer en tendencias y capacidades humanas compartidas se vio como algo que apoyaba el racismo y otras lacras.
Fue imposible encontrar una editorial que leyera The Mind and Its Stories. Envié el manuscrito a cerca de veinte editoriales universitarias sobre literatura y ninguna quiso dárselo a los lectores de originales. Conocí a Keith Oatley a través de correos. Al escuchar mi situación, me ofreció considerar el libro para su serie sobre las emociones publicada por Cambridge University Press como parte de sus estudios psicológicos. Creo que Cambridge se lo envió a seis lectores (además de enviárselo a los editores de esa serie). La mayoría eran psicólogos. Uno era un sinólogo (a petición mía, debido a que había cierto material sobre China). También recuerdo que había un especialista en teoría narrativa. La mayoría de los informes fueron entusiastas. Steven Pinker dijo del libro que era “un punto de inflexión en la vida intelectual moderna”. A pesar de esos elogios, el comportamiento esquivo de los gatekeepers literarios continuó. Por ejemplo, el libro fue mencionado en las conferencias de psicología. Aun así, en el primer año de su publicación, no apareció en la convención MLA. Los editores literarios aceptaron llevarlo a la convención al año siguiente. No lo sacaron, sólo lo guardaron en una caja debajo de la mesa. Debería decir que los editores de psicología de Cambridge trataron mis libros muy bien y que las cosas han mejorado con respecto a los editores de literatura. La cuestión no es criticar la que en realidad es mi editorial favorita, aquella que me dio la oportunidad de publicar este trabajo. Se trata, más bien, de hacer notar que hubo grandes reticencias a la idea de los universales.
Mencionas a Kramnick por su ensayo de 2011. En realidad, yo estoy de acuerdo con gran parte de lo que dice. Supongo que no es sorprendente porque ofrecí argumentos similares en mi crítica a la psicología evolucionista de la literatura en Cognitive Science, Literature, and the Arts (New York: Routledge, 2003). He tenido tiempos difíciles con los darwinistas literarios, al menos con algunos de ellos, como Gottschall. El problema que veo en ellos es que yo había aislado propiedades transculturales y luego explicaba esas propiedades con un innatismo mínimo. Por ejemplo, el género romántico habla del conflicto entre las autoridades sociales (especialmente los padres) y los amantes, como la separación de los amantes y otras cosas del estilo. Prácticamente nada de eso es innato. Hay un componente innato mínimo (algunas emociones como el cariño). Las estructuras derivan de los rasgos emocionales cuando éstos se desarrollan en condiciones sociales, características que se repiten en todas las sociedades (pero que no son innatas), dinámicas de grupos y otros factores. Una explicación así indica que el innatismo extensivo es innecesario para explicar determinados universales y que plantear la literatura como una adaptación probablemente no tiene sentido.

A.L.: Propuso tres prototipos temáticos en narrativa: la historia de amor, la heroica y la sacrificial. ¿Intenta continuar el camino de Northrop Frye? O el de algunos otros autores, como Franz Stanzel. Su ambición tipológica es comparable a la del formalismo de Propp o al estructuralismo de Todorov.
P.C.H.: Eres muy amable al compararme con mi antiguo profesor Northrop Frye (o con Propp y Todorov). Admiro mucho a todas estas personas. Lo que he hecho no habría sido posible sin Frye. Tampoco habría sido posible sin mi profesor de inglés del instituto, Patrick Conley, que hizo su doctorado sobre Propp y me ayudó a trabajar en la Morfología del cuento ruso en aquel momento, dando forma a parte de mi orientación literaria. Por último, la crítica de Todorov a Frye también fue importante para mí. Es más, tuve la ocasión de hablar con Frye sobre Todorov. Dejo aquí testimonio de su integridad intelectual porque reconoció algunos de los fallos señalados por Todorov.
Sin embargo, hay una diferencia entre lo que hago y lo que Frye o Propp hicieron. Yo reniego de la palabra “tipología” en relación a mi obra. Una tipología es la aplicación de un principio descriptivo consistente para organizar un conjunto complejo de particulares dentro de múltiples categorías con propiedades no relacionadas entre sí. Es algo previo al establecimiento de una explicación y por eso suele haber un cierto grado de arbitrariedad. Las tipologías tienen un bajo estatus en la teoría literaria porque se ven como simplificadoras de la complejidad y como clasificaciones que ignoran los matices de los particulares. Parte de la función de una teoría explicativa es dar cuenta de la complejidad y permitir esos matices.
Las tipologías no carecen de importancia y no deberían denigrarse sólo por ser categorías. Sin embargo, éstas son preliminares. Por ejemplo, la tipología del orden de las palabras organiza el lenguaje en Sujeto-Verbo-Objeto, Sujeto-Objeto-Verbo, y así sucesivamente. Las categorías subsumen el orden del adjetivo con respecto al nombre y muchas otras propiedades. Esta tipología falla, por ejemplo, al tratar el inglés y el francés como instancias de una misma categoría, cuando en realidad se diferencian por el orden que dan a los nombres y los adjetivos. También falla porque hay diferentes patrones en el orden del nombre-adjetivo en el idioma francés. Una teoría explicativa como la de los principios y parámetros aportados por Noam Chomsky (desarrollados magníficamente por Mark Baker [mírate The Atoms of Language]) intenta explicar esas particularidades y complejidades especificando los principios que hay en juego, definiendo el orden que se usa para colocar ciertos parámetros y describiendo las interacciones de esos principios.
Volvamos a Frye. Lo diré otra vez: admiro mucho a Frye. Fue una de las mejores mentes críticas de la literatura de todos los tiempos. Sin embargo, Anatomía de la crítica llevó la arbitrariedad tipológica como emblema. Por ejemplo, un principio de organización fundamental para la crítica arquetipal fue el de las estaciones del año. Está claro que las estaciones no tienen una función explicativa en el tratamiento de los cuatro mitos aislados por Frye. Eran sólo una herramienta organizativa.
Ahora piensa en los universales narrativos que traté en The Mind and Its Stories y en Affective Narratology. Primero, necesitamos señalar que “historia” es un concepto prototipo, no un concepto con condiciones necesarias y suficientes. En su grado mínimo, una historia se define por una secuencia causal particular con un principio y un final determinado en relación a una agitación emocional (ya que las secuencias causales particulares en sí mismas no tienen principio ni final). De manera más prototípica, esta secuencia causal particular organizada por la emoción conlleva un agente (un “héroe” o protagonista) que persigue un objetivo. Esto facilita la demarcación del principio y el final porque la respuesta emocional de un destinatario se reflejará en la mayoría de los casos en el protagonista. El principio entonces coincide con las condiciones obtenidas por la emoción surgida de la persecución de un objetivo (por ejemplo, nuestro héroe se enamora). El final coincide con el cese activo de los resultados de esa emoción, ya sea mediante la satisfacción del objetivo (el héroe y la heroína terminan juntos) o mediante la imposibilidad de alcanzar el objetivo (uno de los dos muere trágicamente).
Piensa que esto vale para muchos tipos de historia: historias sin agente (por ejemplo, cómo explotó el radiador, para usar el famoso ejemplo de Carl Hempel), historias con agente sobre hechos triviales (por ejemplo, contarle a mi mujer cómo fui a tres tiendas y no conseguí un paquete de mis pretzels favoritas), y así sucesivamente. Las diferencias son una cuestión de “prototipicidad”. Dadas las operaciones emocionales de las historias en la teoría narratológica afectiva, esperaríamos que algunas historias circulen más que otras. También esperaríamos que los narradores adopten distintas estrategias para diferentes audiencias. El siguiente paso en mi argumento es que esas diferencias son principalmente una función de dos cosas: los objetivos del héroe y el proceso para lograr esos objetivos. Ciertos objetivos atraerán a una audiencia más amplia (por ejemplo: “Salvemos a nuestra nación de la invasión de los saqueadores” es probable que guste a una audiencia más amplia que “Hogan consiguiendo sus pretzels favoritas”). Lo mismo vale para el proceso a la hora de lograr objetivos.
Aquí necesitamos considerar lo que define los objetivos del personaje. Mi postura es que los objetivos son siempre versiones de la “felicidad anticipada”. La felicidad anticipada es en sí misma una función de los sistemas emotivos. Así, las variedades del objetivo de la felicidad se definen por los sistemas de la emoción. Una cosa es un objetivo de felicidad para el hambre; otra cosa para el deseo sexual; otra para el cariño. Para los sistemas de la emoción, ciertos objetivos son más prototípicos que otros. En este caso, eso significa que algunos objetivos son más compartidos y con frecuencia más motivadores. Para el cariño, por ejemplo, un padre y un hijo reunidos será más prototípico como objetivo del apego que alguien sentándose en su habitación favorita (una forma de apego al lugar).
Ahora volvamos a los géneros. A través de la lectura de tradiciones sin contacto, me di cuenta de que ciertos patrones se repetían en la estructura de la historia. En primer lugar, sólo aislé las estructuras románticas y heroicas. Al definir esas estructuras, sólo obtuve una tipología, y una muy pequeña. Sin embargo, así intenté explicar los dos géneros y fue cuando empecé a pensar en la estructura emocional de las historias. Dada la explicación previa de los sistemas de emociones y la persecución de los objetivos, ¿cómo explicamos los géneros? Esto es en realidad bastante sencillo. Considera la estructura romántica: una vez más, tenemos a dos personas que se enamoran y experimentan problemas con algún tipo de autoridad social, como los padres. Se separan, a veces con muchas muertes por en medio. Después, en la versión completa, se reencuentran y reciben alguna recomendación para vivir felizmente en el futuro. La persecución del objetivo se define por el amor romántico, que es una combinación de cariño y deseo sexual. Esperaríamos que esto fuera un género difundido por la alta prototipicidad del objetivo, sobre todo por los dos sistemas emocionales implicados, lo que provocaría una especie de doble intensidad motivacional.
¿Pero qué ocurre con el resto de los patrones? Un principio general de la emoción es que la intensidad del resultado resulta afectada por la dificultad de lograrlo y por el gradiente de cambio. Si estoy saludable y continúo estando saludable, eso es bueno, pero normalmente no siento un placer particular sobre ese hecho (“Ayer estaba bien y hoy sigo sintiéndome bien, ¡genial!”). Supón que tengo síntomas de una enfermedad fatal y luego descubro que estoy bien. El cambio de un estado de angustia a otro de normalidad provoca un sentido de alivio y felicidad.
Dadas estas tendencias, se espera que los narradores aprendieran pronto que la intensidad del resultado puede mejorarse haciendo el logro de un objetivo algo menos probable y afinando el gradiente de cambio de un fracaso aparente a un triunfo. Esto explica por qué los amantes, cuyo objetivo es la unión, suelen estar separados de antemano, y por qué con frecuencia se lleva a cabo una separación permanente con la muerte. Un análisis semejante explica el conflicto con los padres, ya que el conflicto con otra persona por la que sientes cariño es algo emocionalmente doloroso y su resolución más tranquilizadora que el conflicto con personas que te son indiferentes.
Lo mismo se puede aplicar al género heroico, pero con diferentes sistemas emocionales. Además, en el análisis del caso heroico, encontré muy importantes algunos factores sociales. Por ejemplo, hay una tendencia bien conocida a que los grupos con múltiples antagonistas se polaricen. Esto parece ser un factor en la definición de los grupos -in y -out de la trama heroica. Este aspecto del prototipo heroico apunta a la importancia de los patrones sociales recurrentes para algunos aspectos de la trama romántica. En concreto, la separación de los amantes se suele relacionar con las divisiones de grupo y las preocupaciones sociales que conducen a esos conflictos (algo que discuto en mi libro sobre el nacionalismo: Understanding Nationalism: On Narrative, Identity, and Cognitive Science [Columbus, OH: Ohio State University Press, 2009]). Aunque me concentro en explicaciones psicológicas, señalo que hay patrones no genéticos en las dinámicas de grupos que afectan a los universales de género.
Las explicaciones de los diversos géneros también permiten predicciones. Por ejemplo, si tenemos un género universal combinando el cariño y el deseo sexual, podemos esperar encontrar géneros transculturales producidos por esos sistemas de forma separada. Esperamos que sean menos ubicuos porque la intensidad motivacional de los sistemas sería menor de forma individual que de manera combinada.
Espero que esto deje claro que mi tratamiento de los universales narrativos aspira al menos a ser una teoría explicativa, no una tipología pre-teórica.

A.L.: Joshua Landy dijo en How to do things with fictions que los autores a veces se comportan no como educadores o como animadores, sino más bien como entrenadores personales del cerebro. ¿Hasta qué punto comparte esa perspectiva de la literatura no ya como una guía para el perfeccionamiento moral, sino como una herramienta para expandir nuestra capacidad mental?
P.C.H.: Es difícil comentar esta pregunta, en parte debido al contexto social en el que los humanistas se ven llamados a defender las humanidades en contra de los recortes económicos y el descrédito general. El problema es que los imperativos económicos de una economía capitalista (donde operan las universidades) exigen que cualquier inversión produzca algún tipo de ventaja económica relativa. Esta inversión en literatura se justifica sólo si aquellos que estudian literatura invierten a su vez en algo que sea económicamente productivo. Yo creo que leer literatura y participar en otras artes (en la filosofía o en cualquier otro campo) es parte de una vida humana plena, pero no estoy convencido de que leer literatura suponga una gran ventaja comparativa en términos de acumulación de riqueza. Al mismo tiempo, dudo al decir eso porque es como poner bombas en las manos de los antihumanistas (“Ya ves, los profesores de lengua admiten que estudiar poesía no ayudará a darnos de comer”). En cualquier caso, intentaré responder a la cuestión sin pensar en los presupuestos de las universidades.
En primer lugar, es importante distinguir entre los efectos de la literatura (los beneficios o lo contrario) y los efectos del estudio de la literatura. En segundo lugar, es habitual dividir los componentes de la arquitectura cognitiva humana en estructuras (sistemas de cognición en gran medida innatos y estables, como el sistema de la memoria episódica), procesos (operaciones que tienen lugar dentro o a través de las estructuras, como guardar o recuperar la memoria episódica) y contenidos (los objetivos de los procesos: por ejemplo, los recuerdos episódicos en sí mismos). En relación a los efectos de la literatura, podemos distinguir entre los que transmiten contenidos cognitivos y los que transmiten procesos cognitivos.
Está claro que la literatura tiene efectos en los contenidos cognitivos. De manera muy obvia, usamos casos literarios como modelos para entender las situaciones de la vida real. Esto es un tema discutido con particular acierto por los aristotélicos árabes (mira mi “Stories and Morals: Emotion, Cognitive Exempla, and the Arabic Aristotelians,” en The Work of Fiction: Cognition, Culture, and Complexity, ed. Alan Richardson y Ellen Spolsky [Burlington, VT: Ashgate, 2004], 31-50). Sin embargo, esto no nos dice mucho. Se podría decir lo mismo de todas las explicaciones causales particulares. Las noticias y las anécdotas personales también tienen esta función. Pensamos sobre una situación actual a la luz de experiencias personales pasadas, hechos que presenciamos y que relatamos, así como con las historias ficticias.
No es muy revelador decir que los modelos cognitivos pueden ser buenos o malos. Esto se aplica al razonamiento y a la ética. Para modificar un famoso ejemplo que proviene del Human Inference: Strategies and Shortcomings of Social Judgment de Nisbett y Ross, una anécdota sobre las horribles experiencias con un Corolla puede convencerme de que un nuevo Toyota sería poco fiable, cuando de hecho hay razones para esperar que el nuevo Toyota sea bastante fiable. En ese caso, el modelo cognitivo es dañino cuando lleva a conclusiones falsas y a un comportamiento contraproducente (comprar un coche menos fiable). Las obras literarias están llenas de estereotipos poco fundamentados sobre las mujeres y las minorías. Trabajar con eso para pensar sobre el mundo real no es algo bueno.
Además, la literatura no sólo suministra modelos cognitivos. Interpretamos la obra literaria. El modelo cognitivo que nosotros derivamos de la obra literaria es una función de lo que seleccionamos de esa obra, y de cómo organizamos y explicamos las partes seleccionadas. Nuestras interpretaciones de las obras literarias a menudo empiezan con un fuerte sesgo interpretativo creado por presuposiciones ideológicas. Por ejemplo, yo suelo enseñar la novela de 1954 Néctar en un tamiz de Kamala Markandaya en mi curso de literatura y cultura de la India. En esa novela, el personaje principal es una mujer rural en la India colonial que desafía una convención del pueblo al visitar a un médico varón y blanco para un examen ginecológico. Mis estudiantes suelen interpretar su personalidad como muy pasiva. Me imagino que esto es el resultado de una disposición ideológica previa a ver a las mujeres asiáticas como pasivas. Interpretan la novela de una manera estereotipada (y consistente). Más tarde, quizás usen esa versión de la novela para pensar sobre la gente real.
Esto hace que leer literatura parezca algo dañino. Está claro que no pretendo sugerir eso. En cualquier caso, la literatura es algo que no se puede evitar ni aunque quisieras hacerlo. Incluso si alguien evita leer alguna cosa, verá películas y programas de televisión o leerá en viñetas. En todos esos casos, lo que mi anécdota sobre Markandaya indica es que el estudio de la literatura es importante.
El estudio literario puede hacer dos cosas. Primero, puede mejorar nuestra habilidad para interpretar las obras de tal forma que tracemos nuestras prácticas de lectura de manera más precisa y rigurosa (de manera más compleja y matizada, por usar los términos que ya usé antes). Ésta es una de las razones por las que me opongo a la práctica “democrática” de animar a todo el mundo a expresar su propia “lectura” de una obra sin que importe lo que dice la evidencia textual. Eso sólo refuerza la tendencia de todos nosotros a leer manteniendo nuestros prejuicios. Por supuesto, esto no significa que el profesor esté necesariamente en lo cierto. El profesor podría estar ciego a los matices del texto y que un estudiante los detecte. La interpretación debería basarse en un análisis cuidadoso, incorporando información lingüística, cultural, histórica y filosófica. Como cualquier otra habilidad, eso se mejora con la práctica. Vuelvo a dudar, en cambio, de que eso beneficie a nuestros estudiantes a la hora de controlar los programas de armamento.
La segunda forma en que la literatura puede ser beneficiosa para los contenidos cognitivos es a través del desarrollo de la crítica ideológica. No se trata tanto de decir lo que significa el texto, sino de hacer una evaluación crítica entre el texto y nuestra visión del mundo. Esto es algo difícil de asumir. En Estados Unidos, es complicado en parte porque el ala derecha de la política hace que cualquier tipo de crítica política se etiquete como “propaganda”. Estoy de acuerdo en que la propaganda es algo a evitar en clase. El problema es lo que identificamos como propaganda. La mayoría de las personas de derecha no considerarían propaganda explicar los asesinatos de Al Qaeda como resultado del odio hacia nuestras libertades, pero probablemente les parecería mal discutir por qué quienes apoyan Al Qaeda odian nuestras políticas. Dejaré el tema sobre cómo proceder con la crítica ideológica porque esta conversación no trata sobre política.
¿Qué hay del efecto de la literatura en los procesos cognitivos, entonces? Ésta es un área en la que hay muchas afirmaciones y algunas evidencias. El mejor trabajo, creo yo, lo ha hecho Keith Oatley y su grupo de la Universidad de Toronto (mírate Oatley, “Communications to Self and Others: Emotional Experience and its Skills,” Emotion Review 1.3 [2009]: 206-13). Por ejemplo, han encontrado que podría haber una correlación entre las prácticas de lectura a largo plazo y la emoción expresada en los ojos aislada del rostro. Esto sugiere el perfeccionamiento de una habilidad, o la mejora de una teoría del procesamiento de la mente. En un ensayo de este año discuto algunos posibles reparos a esta línea de investigación (“Art and Value: An Essay in Three Voices.” SubStance 42.2 (2013): 61-79). He de decir que es un resultado extraño, ya que no parece extenderse a otras áreas. Es difícil decir si el criterio de los investigadores (el reconocimiento del nombre) en realidad muestra tendencias de lectura a largo plazo. Incluso si así fuera, eso sólo explica una cierta correlación, no una conexión causal entre las tendencias de lectura y la interpretación ocular. Además, hace poco me sorprendí por el hecho de que el aumento de la oxitocina produce el mismo tipo de efecto, incrementando la posibilidad de inferir erróneamente expresiones emocionales en los ojos (mira las páginas 520-521 de Markus Heinrichs, F. Chen, G. Domes y R. Kumsta, “Social Stress and Social Approach”, The Cambridge Handbook of Human Affective Neuroscience, ed. J. Armony y P. Vuilleumier [Cambridge: Cambridge University Press, 2013], 509-532). He hablado con Keith y no cree que eso explique sus hallazgos. Sin embargo, me pregunto si la correlación entre los hábitos de lectura y la interpretación del ojo pueden ser explicados por la oxitocina. Me atrevo a decir esto porque la oxitocina tiene que ver con el cariño y veo que los sistemas de apego son fundamentales en la literatura (lee estas discusiones sobre el apego en What Literature Teaches Us About Emotion [Cambridge: Cambridge University Press, 2011]). Por último, la experiencia estética puede incrementar los niveles de oxitocina (lee Ulrica Nilsson “Soothing music can increase oxytocin levels during bed rest after open-heart surgery: a randomised control trial”, Journal of Clinical Nursing, 18 (2009): 2153–2161).

A.L.: ¿Cuál ha sido su influencia en autores como Jonathan Gottschall y su obra The Storytelling Animal: How stories make us human? ¿Qué me dice de la influencia de Lubomir Dolezel y sus mundos ficcionales en los estudios culturales cognitivos? Alan Palmer le mencionaba en su obra Fictional Minds y David Herman también reconoce su influencia.
P.C.H.: Puedo haber tenido alguna influencia en Gottschall. En 2002, me pidió que hablara en unas jornadas que estaba organizando y pareció muy entusiasta con mi idea de los universales. Sin embargo, quedó claro que teníamos algunas diferencias de peso. Recuerdo que él estaba trabajando en un proyecto sobre la codificación y representación de hombres y mujeres en ficciones de distintas culturas. Encontró (o así lo recuerdo yo) que había un gran acuerdo en que las mujeres eran elogiadas por su belleza y los hombres por su estatus. Él tomó eso como evidencia para las diferencias psicológicas reales entre hombres y mujeres. Creo que esto es, en el mejor de los casos, una interpretación equivocada.
No estoy seguro de que eso sea cierto en la literatura. Ese acuerdo entre distintos códigos podría mostrar disposiciones previas de los codificadores, influidos por ideologías de género dominantes. Recuerdo, por ejemplo, el acuerdo de codificación entre mis estudiantes sobre la pasividad de la protagonista de la novela de Markandaya. Las inferencias de las representaciones literarias a hechos son muy poco fiables. Las explicaciones alternativas obvias incluirían lo siguiente: 1) Quizás los autores varones de una sociedad patriarcal tienden a preocuparse más por el estatus relativo de los hombres y por la belleza de las mujeres, sin mostrar las aspiraciones o la naturaleza de hombres y mujeres. 2) La ideología de género dominante guió las representaciones de hombres y mujeres más que la psicología real. Aquí, el valor de la crítica ideológica se vuelve muy claro.
En cuanto a Dolezel, sí, ciertamente ha sido influyente en la teoría narrativa. Alguna de mis publicaciones filosóficas trataban sobre Kripke, Lewis y la idea de verdad. Siempre encontré muy sospechosa la idea de los mundos posibles. Bueno, la encontré poco plausible (lee, por ejemplo, mi ensayo “On the Ontological Status of Possible Worlds”, The Modern Schoolman 61.1 [November 1983]: 43-48). En Philosophical Approaches to the Study of Literature (Gainesville, FL: University Press of Florida, 2000) discutí cómo los mundos posibles pueden ser una heurística para pensar sobre temas en el estudio literario. A pesar de esto, mantengo mis objeciones generales. Las teorías de la literatura basadas en la semántica de los mundos posibles no tienen un gran atractivo para mí, aunque a menudo las han practicado personas inteligentes a las que admiro y de las que he aprendido.

A.L.: ¿Algún balance final?
P.C.H.: Debería recalcar que mi escepticismo sobre la literatura como forma de mejora de los procesos cognitivos se equilibra con mi opinión de que el estudio de la literatura es una medida extremadamente valiosa para avanzar en el entendimiento de esos procesos cognitivos entendidos como simulación (lee How Authors’ Minds Make Stories [Cambridge: Cambridge University Press, 2013]) y también para saber más sobre la comprensión de los sistemas de la emoción (mírate What Literature Teaches Us About Emotion). No intentaré recapitular los argumentos de esos dos libros aquí. No obstante, no deberíamos asumir que las representaciones literarias sean algo exacto. Hay, al menos, dos tipos de distorsión: la “conformidad ideológica” y la “idealización emocional”. Por conformidad ideológica quiero decir que los productos culturales probablemente reflejan los modos de justificación de las jerarquías del pensamiento dominante en sus sociedades (por ejemplo, creencias de género que sirven al patriarcado). Esta distorsión puede, en algunos casos, ser bienvenida para la investigación. Por ejemplo, el estudio literario puede contarnos mucho sobre las emociones que envuelven la ideología nacionalista (lo cual es parte del tema que trato en Understanding Nationalism). Por idealización emocional me refiero a la alteración de las condiciones reales para producir una respuesta emocional más intensa en los destinatarios. Un ejemplo simple: hacer que los amantes vivan felices al final de la historia es más placentero que hacer que vivan felices al principio, pero luego sufren graves insatisfacciones cuando se conocen mejor el uno al otro. Es crucial que los investigadores se percaten de estas distorsiones.
Los investigadores deberían darse cuenta de que interpretar los “datos literarios” sobre la emoción o la simulación no es lo mismo que los cálculos que se ofrecen en muchas investigaciones empíricas. Las interpretaciones literarias usan unas herramientas hermenéuticas que son parte del entrenamiento de los críticos literarios y de los académicos. La interpretación literaria debería guiarse parcialmente por la comprensión actual de la arquitectura afectiva y cognitiva y debería ser algo convergente con otras líneas de investigación. Por ejemplo, cuando interpretamos una historia sobre la envidia, deberíamos tener en mente las explicaciones actuales de la emoción y la investigación actual sobre la envidia, aunque hay muchas explicaciones parcialmente contradictorias sobre la emoción y muchas explicaciones parcialmente contradictorias sobre la envidia. Además, esas explicaciones y estudios están incompletos en lo que tienen que decir sobre la envidia. Los estudios empíricos tienden a ser particularmente débiles en el tratamiento de la complejidad y los matices. Por ejemplo, la interacción de los sistemas emocionales en condiciones realistas se oponen a las respuestas emocionales simples del aislamiento en un laboratorio. Un intenso estudio de la literatura, sensible a la idealización emocional y a la conformidad ideológica, y que a la vez reconozca las complejidades de las prácticas interpretativas, puede apoyar una u otra explicación de la emoción, extender las posibles concepciones de la envidia, sugerir inadecuaciones y lanzar preguntas que no se han respondido aún.
En resumen, los estudios literarios pueden contribuir significativamente al conocimiento. Sin embargo, lo hace de una forma distinta a la que habitualmente se cree. Los estudios literarios requieren de la integración de diferentes modalidades del complejo y arduo trabajo intelectual. Las principales preguntas giran alrededor de si los académicos literarios desearán emprender ese trabajo y de si las estructuras institucionales de las universidades fomentarán (o permitirán) ese desafío.

21 de julio de 2013
Andres Lomeña

1 comentario:

  1. Aunque no entiendo gran parte de lo que se habla (la mayoría, diría yo) algunos destellos me han iluminado.

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